Hablando de “Leones”

Una vez más, se cumplió la máxima vaticana que nos dice que quien entra papa, sale cardenal, lo cual nos indica que lo más probable, como ha ocurrido también ahora, el que sale papa suele ser lo que se viene en conocer como un tapado.
No se cumplió, en cambio, la predicción que hacía ayer mismo mi teólogo favorito, nuestro amigo Jesús Martínez Gordo, en el sentido de que este cónclave sería un poco más largo que los dos precedentes.
El hecho de que un tapado saliera elegido en la cuarta votación desarmaba todos nuestros temores de que el sector más inmovilista y anti Francisco del Colegio Cardenalicio pudiera imponer un freno a los procesos abiertos, aunque la mayoría inacabados, del difunto Papa. Al mismo tiempo, al conocer el currículum de su sucesor y también la importancia del cargo que le asignó Francisco cuando lo trajo a Roma y lo nombró cardenal –nada menos que el encargado de la elección de nuevos obispos– descubrimos que el papa Bergoglio había dejado el tema de su sucesión muy bien trabajado, y creo que no será este tema el único que nos permita ir descubriendo en distintos momentos cada una de sus acciones tendentes a asegurar la irreversibilidad de los procesos iniciados.
Son muchas las cosas que, después de estas constataciones evidentes, nos vienen a la cabeza desde el momento que supimos el nombre del nuevo Papa y escuchamos su primer mensaje –por cierto escrito y leído, a diferencia de sus predecesores más dados a la improvisación en sus primeras palabras, lo cual indica que las cosas estaban desde mucho antes ya previstas y en contra de lo que nos hacían pensar nuestros temores involucionistas– y que leído en su integridad está todo él lleno de mensajes alentadores. Tiempo habrá para tratar todo eso.
Pero ahora quisiera centrarme en una coincidencia que, para una persona como yo que lleva los últimos veinte años dedicados al estudio de la Doctrina Social de la Iglesia y a su difusión a nivel de comunidades y grupos eclesiales de base, más me llamó la atención y golpeó desde el primer momento que apareció por la ventana el cardenal protodiácono para pronunciar el conocido habemus papam.
Sea porque ya sordeo un poco, sea porque la algarabía de la plaza de San Pedro interfería la megafonía a través de la cual nos llegaba el anuncio –¡no quiero ni pensar cómo se enterarían del anuncio en la antigüedad cuando la algarabía sería la misma y aún no habían llegado en nuestra ayuda las nuevas tecnologías!– lo cierto es que, cuando aún no habíamos podido identificar al nuevo papa, ya sabíamos que el nombre que había elegido para ser conocido en lo sucesivo sería el mismo que adoptó el Papa que con la encíclica Rerum novarum había puesto en marcha –quizás sin saberlo porque él identificó aquel primer documento como doctrinas sacadas del evangelio— lo que hoy conocemos como Doctrina Social de la Iglesia. Hablamos pues de “Leones”.
Y hablando de “Leones”, en alguna ocasión ya hemos escrito algo sobre la deuda de gratitud que con León XIII tenemos contraída los católicos que hoy en día nos movemos en temas como el de la presencia en la vida pública motivada por nuestra fe, la evangelización de ambientes específicos como el mundo obrero y sindical, o en todo aquello que tiene relación con lo que conocemos como inculturación de la fe. Cosas todas ellas que, junto a otras cuestiones, resumió el difunto papa Bergoglio con su conocida frase de una iglesia en salida. Salida del bunker en que desde la modernidad se metió la Iglesia, encerrándola en una postura a la defensiva de la que no acabó de salir hasta Gaudium e spes.
Porque León XIII, sin ser un hombre demócrata ni especialmente partidario de los fenómenos que se venían produciendo en su época, sí fue una persona de fe que, en palabras del profesor Ildefonso Camacho adoptó una “postura posibilista, que busca vías de acceso de los creyentes a la vida social para acabar de romper esa barrera infranqueable que parece interponerse entre la Iglesia y la sociedad moderna”.
Los cambios a los que se hubo de enfrentar la Iglesia en la época de León XIII los definió a la perfección, con la perspectiva de cien años después, Juan Pablo II en el punto 4 de su encíclica Centesimus annus. La valentía de aquel papa, o su visión desde la fe, le hizo llegar a comprender que ya no era posible anclarse en los valores del Antiguo régimen y que había que afrontar la realidad desde la postura posibilista a la que aludía la cita de Ildefonso Camacho.
Y la afrontó, desde el punto de vista social con su encíclica Rerum novarum en la que, desde la constatación de que “a nadie le está permitido violar impunemente la dignidad humana” (RN, 20), denunciaba que “un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios” (RN,1), motivo por el cual propugnaba que “es urgente proveer de la manera oportuna al bien de las gentes de condición humilde, pues es mayoría la que se debate en una situación miserable y calamitosa” (RN, 1).
Pero pocos saben que, seis años antes de publicar Rerum novarum, había publicado una encíclica de profundo contenido político, la Inmortale Dei, en la que, en su punto 54 leemos que “el no querer tomar parte ninguna en la pública gobernación sería tan malo como no querer prestarse a nada que sea de utilidad común”. Lo que es igual a decir que la indiferencia ante la política es tan reprensible como lo es despreocuparse de todo aquello que guarda relación con la consecución del bien común.
Tuvo que ser muy valiente León XIII para afirmar lo que hemos comentado de Inmortale Dei cuando aquello chocaba frontalmente con la máxima vaticana de la época, conocida como Non expedit.
Esta máxima, surgida como respuesta a la pérdida de los Estados pontificios, desaconsejaba a los católicos italianos participar en las elecciones políticas del país y, por extensión, en la vida política italiana. Y, a pesar de ello, León XIII se atrevió a recomendar su no aplicación por la vía de los hechos, ya que sin participación en la vida pública no hay posibilidad, o se hace más difícil, de garantizar el bien común.
Y en un cambio de época –que no época de cambios–, el nuevo papa se atreve a adoptar para sí el nombre de León XIV. Las continuas referencias en sus palabras de ayer a la paz –hasta en ocho ocasiones he podido verla en una lectura muy por encima, llamando en especial la atención su invocación a “una paz desarmada, desarmante y también perseverante”–, a construir puentes de diálogo –en contraste con quienes propugnan un repliegue al interior de la Iglesia–, a la búsqueda de la justicia (en una época convulsa donde se niegan y conculcan sistemáticamente derechos), y su llamada a una Iglesia “siempre dispuesta y abierta a recibir con los brazos abiertos a todos los que tienen necesidad de nuestra caridad, de nuestra presencia, de diálogo y amor” –sin condicionantes previos– auguran un pontificado que, además de asegurar la continuidad de los procesos iniciados por Francisco, va a ser en mi humilde opinión, un pontificado valiente y, ¡quién sabe! si también, rompedor en algunas de las cuestiones que Francisco no se atrevió a tocar.

Militante de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) de Orihuela-Alicante