Aranceles como síntoma

Aranceles como síntoma
Foto | Khunkorn Laowisit (vecteezy)
El proteccionismo es una necesidad para todo país atrasado que quiere realizar un desarrollo industrial sostenible, pero cuando una antigua potencia económica recurre al proteccionismo, es señal de su declive económico y de que otras potencias le están pisando los talones del dominio mundial.

En el caso de Estados Unidos, fue a principios de la década de los setenta cuando aparecieron signos evidentes del agotamiento de su ciclo de dominación global. En 1971, cuando el sector industrial estadounidense generaba el 22% del valor añadido y el déficit comercial representaba el 0,2% del PIB, el presidente Richard Nixon aplicó un conjunto de medidas de urgencia «para defender los empleos norteamericanos», que, entre otras cosas, suponía suprimir el sistema monetario internacional erigido por la administración norteamericana en 1948 y aplicar unos aranceles del 10% a todas las importaciones.

Y en eso, llegó Trump e impuso aranceles en el entorno del 20% al resto del mundo, con el mismo objetivo que Nixon hace algo más de medio siglo: para defender los puestos de trabajo y la industria nacional. Hoy, cuando todo el mundo cacarea el mantra de las ventajas del libre comercio, puede ayudar a calibrar la medida adoptada por Trump saber que, desde Nixon acá, el porcentaje de Estados Unidos en las importaciones mundiales ha caído del 15% al 12%, es decir, que el resto del mundo realiza al margen de este país el 88% del valor del comercio mundial. No parece que las medidas proteccionistas de un país de tamaño tan limitado en el comercio puedan poner en jaque al crecimiento mundial.

El mercado norteamericano absorbe el 5% de las exportaciones españolas y el 8% de las del conjunto de la Unión Europea (UE). Y España le compra a ese país el 7% de lo que le compra al mundo, mientras que la UE lo hace en un 6%.

Que Trump ponga aranceles a las exportaciones comunitarias solo debería tener un impacto positivo en los precios internos, que deben caer, si se quiere ampliar el mercado interno, para compensar la posible caída de exportaciones. Por el contrario, si la UE establece unos aranceles simétricos del 20% a las exportaciones estadounidenses hacia Europa, pueden tener un impacto inflacionario en Europa equivalente a dicho porcentaje multiplicado por el peso de los productos norteamericanos en la producción europea.

Un arancel del 20% a las importaciones procedentes de Estados Unidos se puede traducir en un aumento de los precios de un 0,15% directo y a través de las importaciones procedentes del resto de la UE, que nos suministra algo menos de la mitad de lo que compramos, otro 0,05%. Difícilmente un aumento de los precios del 0,2% puede poner en riesgo el funcionamiento del mercado español o del mercado europeo.

Salvo que ocurra como es habitual en España, que los empresarios aprovechen cualquier rumor o incertidumbre para subir los márgenes de beneficio y, por tanto, los precios, como ocurrió con el paso de la peseta al euro o a la salida del encierro por la pandemia, o con la crisis de las sanciones a Rusia, etcétera.

Pero hay que entender las medidas arancelarias en un contexto más amplio. Los agoreros de la inflación como factor de crisis no tienen razón en el caso de Europa y tampoco en el de Estados Unidos. Las medidas arancelarias de Richard Nixon solo duraron seis meses, pero, aun así, su impacto en la inflación fue nulo: en 1971 la inflación fue 1,5 puntos inferior a la del año precedente y en 1972 un punto inferior a la de 1971.

El mayor problema al que
se enfrenta el plan de Trump es
la capacidad de respuesta de China

A pesar de que los aranceles de Trump son aproximadamente el doble y que las importaciones de bienes representan el 14% del PIB frente al 4% en 1971, un arancel medio del 20% no debería representar más de un 1,5% de inflación. Ahora bien, a cambio, el Gobierno norteamericano puede recaudar más de 650.000 millones de dólares, frente a los 82.000 millones recaudados en 2024 en concepto de aranceles. Una cifra que coincide sorprendentemente con los impuestos pagados por las empresas en 2024 y que representa más del 20% de los impuestos sobre la renta.

Sin tener que acudir a despedir empleados federales y reducir el presupuesto –como hizo Richard Nixon y que la actual administración está imitando– el Gobierno norteamericano puede llegar a disponer de una enorme cantidad de ingresos arancelarios para realizar recortes fiscales a las empresas y a las familias, que compensen el aumento de los precios y mantenga los niveles de consumo.

Si los aranceles se gestionan internamente mediante un pacto de inversión y contención de beneficios –cosa diferente al congelamiento de salarios de la era Nixon– la economía estadounidense puede crecer de forma significativa, aumentando el consumo familiar y la creación de empleo.

El mayor problema al que se enfrenta el plan de Trump es la capacidad de respuesta de China –y por extensión de Asia–, mucho mayor que la que tenían Japón y Alemania –y por extensión Europa occidental– en 1971 cuando eran los principales competidores comerciales de Estados Unidos. Una respuesta que no tiene que ver solo con la alteración de los flujos comerciales o la recomposición de las cadenas globales de valor, sino con el rediseño del orden internacional sobre unas bases diferentes a las del periclitado orden internacional diseñado por Estados Unidos al final de la Segunda Guerra Mundial, hoy declarado definitivamente fallecido. Es por eso que las perspectivas para la UE no son buenas, pues la incapacidad política de sus líderes actuales se traduce en un enfrentamiento general con su principal suministrador de energía (Rusia), unas malas relaciones con el principal suministrador de nuevas tecnologías y de bienes de consumo obrero (China) y una dependencia militar y política del país que ejerce en la práctica de ejército europeo pero amenaza con quedarse con los 2,2 millones de km2 de Groenlandia (la mitad del territorio cubierto por la UE), le impone aranceles a la exportación y exige que haga una inversión estrambótica en importación de armas norteamericanas (Estados Unidos).

Mientras tanto, el Gobierno español ha decidido movilizar 14.100 millones de euros para atender a las empresas exportadoras a Estados Unidos, la mitad en préstamos y la mitad en subvenciones. Mucho dinero, cuando el valor de las exportaciones totales de bienes a Estados Unidos es apenas de 18.000 millones de euros en 2024.

No se entiende por qué es tan fácil obtener dinero público para comprar armas o para sostener los beneficios de las empresas y tan difícil movilizar una cantidad semejante para construir 100.000 viviendas públicas en régimen de alquiler sostenible. Algún día habrá que pedir explicaciones de cómo se establecen las prioridades políticas.