El Papa que vino a entregar su corazón

No hace mucho encabezaba una rápida reflexión con el título “Yo vengo a entregar mi corazón” sobre la última encíclica, Dilexit nos, del papa Francisco, que hoy, casi doce años después del inicio de su pontificado, ha marchado a la casa del Padre, en el comienzo de esta octava de Pascua en la que, con toda la Iglesia, entonamos ese canto de esperanza: ¡No está aquí! ¡Ha resucitado!
Esta mañana ha vuelto a resonar el canto al conocer la triste noticia de su fallecimiento. Francisco nos ha entregado, no solo su corazón, sino toda su vida. Hasta su último aliento, con el que ayer impartía la bendición Urbi et Orbe en su Pascua definitiva. Hay momentos en la historia de la Iglesia en que la fuerza del Espíritu, la intensidad de sus dones se hace patente de un modo singular.
La vida de Francisco, su ministerio, ha sido un regalo del Espíritu Santo a la Iglesia y al mundo, que nos ha hecho experimentar la fuerza de la Vida resucitada, suscitando nuevamente la Esperanza en medio de un mundo abocado a un cambio de época, que tanto dificulta experimentarla en las esperanzas históricas y cotidianas.
Desde el comienzo de su pontificado nos ha ido recordando todo aquello que el Concilio Vaticano II formuló como ser y misión de la Iglesia. Nos ha recordado cuál es la esencia, la identidad de la Iglesia, que surge de la realización de su misión: evangelizar; anunciar al mundo con obras y palabras, como testigos del Amor, la salvación y la liberación que nos ofrece Jesucristo.
Nos ha recordado que a esa liberación regalada accedemos mediante el encuentro vital con Jesucristo, que transforma toda nuestra vida, que la llena de alegría. Un encuentro que reorienta nuestra existencia desde el amor de Dios, para envolver con él la vida de las personas empobrecidas que, porque son rostro y sacramento de Dios, nos evangelizan cuando nuestra vida se hace entrega, vida sembrada por amor, para que puedan vivir con dignidad.
Nos ha recordado que somos todos los miembros de esta Iglesia, iguales en dignidad por nuestro bautismo, parte de un pueblo que camina junto, sinodalmente, en corresponsabilidad y en comunión, para la misión. Y, sobre todo, nos ha recordado que el lugar de la Iglesia en este mundo con el quiere dialogar amorosamente, es siempre el de las periferias existenciales, desde las que todo se ve mucho más claro; también la presencia de Dios en la historia, en la que el Espíritu sigue actuando.
Periferias desde las que volver a sentir toda la creación como casa común que estamos llamados a cuidar. Periferias en las que acoger a quienes llegan a nosotros en busca de una vida buena y digna.
Nos ha recordado que no hay mayor pobreza que no poder trabajar, porque eso hiere nuestra sagrada dignidad, y que el trabajo es el gran tema que hemos de abordar.
Nos ha recordado que el Reino de Dios comienza a palparse en la fraternidad y la amistad social. Y todo esto nos lo ha recordado siempre con la sonrisa amable de Dios, para quien nadie se pierde, que siempre tiene una mirada misericordiosa para cada una de sus criaturas, que nunca se cansa de perdonar. Nos lo ha recordado con el lenguaje comprensible de la cercanía, la misericordia, y el amor.
Francisco ha sido evangelio vivo y vivido. La mejor manera que tenemos de agradecer a Dios la vida de nuestros difuntos es recoger como herencia aquello que su vida nos legó, para hacerlo nuestro. Hacer de nuestra vida evangelio vivo, y acoger toda la propuesta de vida eclesial que nos ha ayudado a ir pasando de nuevo por el corazón, para continuar nosotros haciéndola vida en el amor, es la mejor manera de celebrar su Pascua, su resurrección, en esta Resurrección de Cristo que estamos celebrando.
Gracias Francisco, por habernos ofrecido tu corazón. ¡No estás aquí! ¡Has resucitado! Continúa encomendándonos al corazón amoroso del Dios misericordioso, todo cariño y ternura.

De comienzo en comienzo. Ahora de vicario parroquial, y proyecto de teólogo.