Provocación religiosa y convivencia cívica
El esperpento mediático y político que –como consecuencia de la polarización que asola este país— tenemos que seguir padeciendo los ciudadanos que queremos convivir en paz y –hasta donde sea posible– en pluralidad y armonía, me ha llevado rescatar del olvido un artículo escrito hace diez años (Diario Vasco, julio de 2015).
Lo hago por invitación de algunos amigos y con un doble objetivo –supongo que, visto lo visto, inútil, pero no, por ello, menos necesario–. El primero de tales objetivos es el de ayudar a templar la crispación existente y dar argumentos –entiendo que sensatos– a quienes quieren seguir conviviendo y acogiendo lo diferente de manera pacífica y respetuosa. Y, el segundo: invitar a hacer oídos sordos a todo lo que sea o pueda ser una irresponsable provocación y, así, evitar la crispación, la apertura de trincheras y agudizar la polarización social, aunque sea en nombre de la libertad de expresión o del derecho de réplica.
El lector o la lectora que haya llegado hasta aquí intuye que, en el origen de la recuperación de este texto del olvido, se encuentra la provocación de Lalachus al mostrar, durante las Campanadas de fin de año en TVE 1, una imagen de la vaquilla del programa de “El Grand Prix” en un montaje sobre una estampita del Sagrado Corazón de Jesús.
En el texto escrito hace diez años y que creo necesario volver a recuperar ahora decía, entre otros puntos, que –con ocasión de la tragedia de Charlie Hebdo— se había reabierto el debate sobre un supuesto “derecho a blasfemar” –hoy diría que también a insultar– y sobre los comportamientos que un Estado democrático ha de garantizar y promover en una sociedad diversa y plural. E, indicaba, seguidamente, que en los códigos penales de los países europeos se encontraban tres diferentes maneras de abordar la blasfemia: la penalización directa de la misma, el castigo del insulto por motivos religiosos y la persecución de cualquier incitación al odio (hate speech).
En primer lugar, la blasfemia como delito. Esta es definida como una ofensa contra Dios, los preceptos y los símbolos de una religión. En Alemania, por ejemplo, se había considerado blasfema una obra teatral en la que se representaba a un cerdo crucificado y se había condenado a una persona que había escrito en papel higiénico: “el Corán, el Santo Corán”, enviándolo a mezquitas y televisiones. Posteriormente, aclaraba que los críticos cuestionaban la competencia del Estado en un asunto que pasaba por enjuiciar cuestiones de fe o doctrinales ya que, además de restringir la libertad de expresión, se acababan protegiendo las convicciones religiosas de las no religiosas y del ateísmo, quedando seriamente lesionadas la imparcialidad y la pluralidad.
Me adentraba, en segundo lugar, en la evolución que estaba experimentando la consideración de la blasfemia como delito en Italia, Grecia, Irlanda, Finlandia, España, Austria, Alemania, Chipre, Dinamarca, Islandia, Liechtenstein, Noruega y Rumanía hacia el de insulto o difamación de la religión, extendiéndose dicho amparo a las confesiones minoritarias. Y apuntaba que había países en los que se había decidido proteger al individuo y a los grupos que profesan una determinada confesión, castigando las ofensas a la sensibilidad religiosa.
Y finalizaba este recorrido señalando la existencia de un tercer grupo de naciones integrado por todas las poscomunistas, –con la excepción de Rumania– juntamente con Holanda, que prefieren proteger a los creyentes más que sus convicciones. Criminalizan, por eso, la incitación al odio en el marco de la defensa y salvaguardia de la raza, el color, la nacionalidad, las opciones políticas, la orientación sexual, etcétera. Esta es una apuesta también criticada por la inexistencia de una definición de “incitación al odio” que sea universalmente aceptada y porque suele ser bastante frecuente que tales leyes se apliquen de manera desigual a los fieles de religiones mayoritarias que a los de las minoritarias. Y, por supuesto, a los ateos.
Concluía con algo que me sigue pareciendo de recibo: de este sucinto recorrido se puede concluir que la tipificación de la blasfemia como delito o el supuesto derecho a la misma ya no se puede plantear como solución a la relación, frecuentemente complicada, entre libertad religiosa y libertad de expresión.
Urge reubicar la cuestión en el marco más amplio del respeto a la diversidad y pluralidad: amparar el insulto o la difamación de una persona o de un colectivo por sus convicciones religiosas, raza, color, nacionalidad, orientación sexual o de cualquier otro tipo no es propio de un Estado moderno que, además de democrático, promueve y cuida la convivencia cívica.
Sin un mínimo de respeto, el ejercicio de cualquier libertad –incluidas la de expresión, la religiosa y la de réplica– debilita la capacidad de vivir juntos, resintiéndose la misma democracia.
Creo que lo entonces dicho, sigue siendo totalmente válido en el presente. Así me lo parece.
Sacerdote de Bilbao. Catedrático emérito en la Facultad de Teología del Norte de España (sede de Vitoria). Autor del libro Entre el Tabor y el Calvario. Una espiritualidad «con carne» (Ed. HOAC, 2021)