Cuando hablar de política machaca la racionalidad
Mis amigos lo saben: nunca hablo de mi vida política ni de mi vida sexual. Creo que ambas conversaciones generan una revuelta hormonal que nos machaca la capacidad de razonar. Cuando salen conversaciones de tema político, percibo que una llamarada incontrolable, como serpiente iracunda descontrolada emerge en mis tripas más profundas, trepa ardiente hasta el corazón y estrangula la garganta. Y en esos momentos soy incapaz de hacer funcionar mi racionalidad. Una cascada de sentimientos negativos me inunda y me siento incapaz de serenar el tsunami que se ha levantado en mi cerebro.
No se si es que soy rarito. Pero estos sentimientos irracionales los experimental algunos de mis amigos. Y, regresando al nivel racional, me pregunto: ¿Por qué en estos momentos en España “hablar de política” ciega los ojos a la realidad y machaca la capacidad de razonar?
En la vida ordinaria de todos nosotros somos conscientes de que dedicamos muchas horas del día a la interacción social. La capacidad de compartir con otros, –conocidos o no, amigos o no–, puntos de vista, alegrías, tristezas, desamores, ideas y sentimientos, noticias, problemas familiares o personales es lo que nos constituye realmente en seres humanos, dotados de racionalidad, deseos y sentimientos. Los animales también interaccionan entre sí, pero ese tipo de relación es muy simple y además instintiva: comer o ser comidos.
Los seres humanos, dotados de racionalidad, deseos y sentimientos, nos construimos a nosotros mismos y en el curso de la vida fortalecemos nuestra propia identidad. Y como adultos somos capaces de hace pasar por el filtro de la razón, las experiencias que brotan de la animalidad, de las tripas, de la visceralidad.
La soledad que muchos viven –y que en algunos lleva al suicidio– es un sentimiento de vacío existencial tan profundo que puede llevar a la locura. Los seres humanos, si queremos mantener la salud mental, necesitamos –como el comer, el sueño o respirar– mantener interacciones como otros seres humanos. Somos seres sociales. Interaccionamos a través de los muchos sistemas de códigos de comunicación –que no son solo el lenguaje verbal–. Eso nos hace experimentar que estamos vivos, que somos algo para alguien, que nuestra sensación enfermiza de fragilidad y de vulnerabilidad es sanada con el bálsamo de la comunicación.
Pero seguimos preguntando: ¿por qué muchas personas perdemos el control de nuestra racionalidad y la visceralidad, –esa llamarada de nace en las tripas–, nos domina, nos corroe, nos ahoga y nos sofoca, nos machaca la racionalidad?
Seguramente los psicólogos han estudiado el problema. Y me perdonen si me meto en su parterre y pisoteo las flores de su jardín. Pero desde mi punto de vista, tal vez las ideas modernas de Zygmunt Bauman y las más antiguas del premio Nobel, Konrad Lorenz, puedan darnos alguna luz. Lorenz, en 1963 publicó su famoso libro Sobre la agresión. Para él, la supervivencia de cada uno de los seres vivos depende de su capacidad de responder a la continua “agresión” (física o ritualizada) de los demás seres vivos. “Comer o ser comido” es su pesimista modo de entender la vida.
Hace 50 años, Bauman describía con tintes sombríos la sociedad humana emergente en occidente en los albores del siglo XXI: para la humanidad actual, la seguridad personal y de los míos cercanos es un deseo, una pulsión irrefrenable e irresistible que configura toda nuestra vida ciudadana. Ya no es el dinero, ni el sexo. Es la “seguridad”: ocupar y vivir agazapados en un nicho existencial “seguro”, en el que nadie atente contra este Dios que se ha hecho omnipotente.
En la “sociedad líquida” de Bauman, de valores frágiles, banales y evanescentes, refugiarse en la propia seguridad nos “distrae” de los dramas humanos mundiales. Los humanos hoy –al menos muchos humanos– me sugieren la metáfora de los cangrejos. Protegidos por la fuerte armadura quitinosa se presentan fuertes y poderosos. Pero periódicamente –como le sucede a todos los artrópodos– deben “mudar” la dura armadura de quitina que se queda estrecha. Y durante una época, hasta que la epidermis no genere otro caparazón quitinoso impregnado de carbonatos, son masas blanduchas de carne vulnerable que otros depredadores aprovechan para el festín. Por eso se esconden en la profundidad de las rendijas de roca para no ser víctimas de la voracidad de los demás.
La sociedad actual puede compararse a la historia de los cangrejos: muchos seres humanos nos sentimos vulnerable, blanduchos, agredidos. Y, desde mi punto de vista, las conversaciones –y peor las discusiones– sobre política desnudan nuestras fortalezas, roban nuestros caparazones defensivos, y sentimos que atentan a nuestra seguridad, despojándonos de nuestro nicho de fortalezas personales. “Hablar de política” nos pone nerviosos. Porque nuestro tertuliano se ha convertido en un depredador que nos muerde el alma y nos roba la seguridad.
Tal vez tengan que pasar años para que la educación para la ciudadanía nos enseñe a vivir y vivirnos seguros en un mundo multicultural, diverso y más diversificado, menos dogmático y menos eurocéntrico.
Doctor en Ciencias Geológicas, experto en Paleontología. Licenciado en Teología
Asociación Interdisciplinar José de Acosta