Ni Trump ni Biden: “Los mismos perros con distintos collares”

Ni Trump ni Biden: “Los mismos perros con distintos collares”

Algunos ya empiezan a asustarse por si gana Trump el próximo noviembre –cosa muy probable, y más tras los disturbios promovidos contra la hipócrita política de Biden en Israel–. Comenzaremos esta reflexión afirmando que no hay por qué asustarse. Unas primeras consideraciones:

1. Cuando el criminal golpe de estado de Pinochet, el diario ABC lo justificó como “una cirugía necesaria”, tal como estaba Chile. Es muy discutible que una tiranía con tantos muertos solo merezca ese calificativo. Pero con Trump no llegaremos a tanto, ni mucho menos; y en cambio, quizá sí que nuestro mundo necesita una sacudida fuerte, para que despertemos de la crisis de nuestra democracia y de nuestro sueño actual de inhumanidad. Los norteamericanos quizás lo pasarían peor, pero ellos necesitan despertar más. Y serán ellos quienes se lo han buscado.

2. Que estas sacudidas pueden ser a veces necesarias lo sugiere la conocida paradoja que habremos oído alguna vez: “lo bueno que tiene esto es lo mal que se está poniendo”. Peligroso: pues no siempre eso nos hace reaccionar bien y nos exponemos a que la cosa empeore. Pero expresión gráfica de que a veces necesitamos algún grito fuerte que nos despierte: “cuanto peor mejor” dicen otros en el mismo sentido. ¿Podría Trump significar algo de eso? Todas las últimas extremas derechas coinciden en este punto: son reacciones (equivocada) contra el fracaso de nuestra democracia, que buscan convertirse en sectas (racistas, supernacionalistas o superidentitarios), eliminando a todos los demás, mediante murallas o barcos a Ruanda, y quedándose en unas supuestas seguridades antiguas. Y con el arma defensiva de acusar de terrorista cualquier oposición (caso de Modi en India), siguiendo el ejemplo de nuestras pseudodemocracias que desautorizaban como comunista cualquier crítica seria.

3. Creen muchos que Biden ya no está para esos trotes presidenciales. La edad le va pasando algunas facturas de esas con las que todavía se puede vivir, pero que ya no se puede gobernar. Pero, con él o sin él, EEUU es el país en que menos diferencia hay de un partido a otro. En realidad es una democracia extraña, reducida a solo un partido de derecha y otro de extrema derecha (como si en España no existieran más que el PP y Vox). Los Sanders no caben ahí. Y quien no crea eso, recuerde que, en el siglo XIX cuando las luchas de liberación de los esclavos negros, el partido demócrata era el más acérrimo defensor de la esclavitud y fue un presidente republicano (Lincoln) el que acabó con esa lacra. Dirán que eso se debía a razones económicas. Pero cuando la economía llega a aceptar cosas como la esclavitud, es señal de que no hemos salido del conservadurismo más derechoso.

4. Por otro lado, frente a la concepción “bideana” de unos EEUU “responsables” de lo que pasa en el mundo –pobre eufemismo ese de responsables que en realidad significa amos, con derecho a intervenciones y a bases en todas partes–, quizá la concepción trumpista del “First America” evitará esas intervenciones nefastas que tuvimos que lamentar en años pasados.

5. Quizá Trump haría posible que, por fin, Europa dejase de ser un perrito faldero de EEUU, sometida a su voluntad –y a veces hasta a sus espionajes– y mirase de encarnar seriamente todos esos valores y puntos de vista que tanto proclama de palabra como incumple de hecho. ¡Ojalá!

Gane quien no deberemos ni asustarnos ni sentirnos aliviados como si hubiéramos salido de un peligro grave. Ambos son igualmente inútiles respecto a la gran liberación que necesita nuestra época: la superación del fracaso de nuestra modernidad, que ni siquiera nos atrevemos a reconocer.

6. Un único punto preocupante, caso de una victoria de Trump, lo veo en el drama Israel-Palestina. Ahí sí podría suceder que la política de apartheid y genocidio, con el calificativo de antisemita para todos los enemigos de ese modo de obrar (aunque sean judíos e israelíes), se elevase al cuadrado… En cambio, por el otro lado, es posible que fuera más fácil evitar una ruptura entre Europa y Rusia, que Biden favorece con su obsesión de pelear por el dominio del mundo.

7. Es también muy probable que si Trump llega a la Casa Blanca, no dure allí más de cuatro años. Tampoco hay pues motivos para alarmarse tanto. Ya decía Teresa de Ávila aquello de: “una mala noche en una mala posada”. Y hemos pasado ya tantas noches así… Gane quien no deberemos ni asustarnos ni sentirnos aliviados como si hubiéramos salido de un peligro grave. Ambos son igualmente inútiles respecto a la gran liberación que necesita nuestra época: la superación del fracaso de nuestra modernidad, que ni siquiera nos atrevemos a reconocer.

Aquí puede ser muy útil alargar un poco más estas reflexiones.

Nuestra modernidad se caracteriza por revoluciones. Pero estas han fracasado todas, a pesar de eran todas necesarias y razonables. Veamos:

— La Revolución francesa acabó en la guillotina y en el imperio napoleónico, aunque era necesaria una revolución que reivindicase la libertad contra los poderes absolutos. Pero la libertad que salió de allí es una libertad contra la fraternidad y contra la igualdad que sustituyó la tiranía de los monarcas absolutos por la tiranía del capital.

— La Revolución rusa era absolutamente necesaria para reivindicar la justicia social. Pero acabó convirtiendo la justicia social en una dictadura de partido y a veces en más hambre: ahí tenemos no solo la caída del Este sino el caso dramático de Cuba, cuya revolución era absolutamente necesaria pero hoy se ha convertido en un país en la miseria, con la constante tentación de aprovechamiento de la situación por unos pocos privilegiados; y sin que baste apelar al cruel e injusto embargo porque este era una amenaza con la que debía contar cualquier político sensato. Y hoy no tiene sentido que Cuba se mantenga en sus trece mientras eso suponga más dolor para el pueblo.

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— De la Revolución mexicana no hace ni falta hablar. Pero los ejemplos del párrafo anterior nos abren la puerta a América Latina: la independencia de las colonias hispanas era una reivindicación razonable y justa. Pero fue a dar en otro colonialismo de los “criollos blancos”, sin que los nativos recuperasen su identidad. Bolívar fue el mejor testigo de todo eso, pero tampoco las revoluciones bolivarianas sirven hoy de ejemplo para nada, como no sea de esa obstinación a la cubana que prefiere seguir oprimiendo al pueblo antes que reconocer el propio fracaso.

No es un panorama muy alentador. Pero sirve para explicar la aparición universal de las extremas derechas, que suelo ejemplificar con la anécdota de aquel enfermo que fue a Lourdes a curarse, pero le salieron mal las cosas y al final se limitaba a rezar: “Virgencita mía que me quede como estaba”.

Y no soy de los que creen que para ese viaje no se necesitaban alforjas. Más bien, al contrario, creo que nuestro deber es aprender las lecciones de la historia para poder seguir adelante. El valor de la modernidad –que no podemos perder– es el descubrimiento del poder del hombre sobre la historia. Su error consistió en creer que ese era un poder absoluto, y en concebirlo de manera individualista. De ambos errores surgió una estructura económica que convierte en seres vivos a las mercancías y al dinero, mientras reduce la persona de los trabajadores a meros seres inanimados y manejables.

Seguiremos con absurdos como que el nivel del “mar armamentista” siga creciendo hasta amenazar con ahogarnos mientras –con una impavidez digna de aquel “americano impasible” de Graham Greene–, damos a la vez armas a Israel y alimentos a Gaza

En este sentido, Marx habló, en la primera parte de El capital, del “fetichismo de la mercancía”: lo que se ofrece en los mercados no son meros objetos de uso. Son una especie de seres vivos (“espíritus” buenos o malos, como se quiera) que transforman nuestra relación con ellos y entre nosotros. Y el capital no es una mera cantidad de riqueza, sino un ser vivo capaz de crecer y multiplicarse por sí solo. Frente a ambos, el trabajador no es una persona sino un objeto sin vida, puro material de cálculo.

Este fracaso de la modernidad no se superó por la introducción (tras la Segunda Guerra Mundial) de pequeñas reformas, hoy amenazadas de nuevo. Es un fracaso consagrado ya, cuando las mismas izquierdas se niegan hoy a reconocerlo, lo aceptan como ley de vida y tratan de situar el progreso en otras reivindicaciones de carácter sexual, erigiendo en verdadera ley de la naturaleza lo que son más bien excepciones particulares que, por supuesto, deben ser tratadas con toda la solidaridad y humanidad posibles; pero no pueden ser erigidas en centro de la vida y el progreso humanos.

Ahí está el pecado original de nuestra modernidad –que no debe ser condenada al infierno sino redimida–: descubrió el poder del hombre sobre la historia, pero lo concibió como un poder infalible y sin límites –y acabó negando a Dios para poder asegurar eso–. Ya hace casi un siglo, aquel gran intuitivo que fue Romano Guardini escribió avisando: “el hombre tiene hoy un gran poder, pero deberíamos preguntarnos si tiene poder sobre su propio poder”… Ahora ya hemos visto que no tiene ese poder. Y ello nos ha conducido a una situación caracterizada por la reacción ciega, temerosa y colérica de las extremas derechas, y por la plaga de enfermedades psíquicas y tentaciones de suicidio, tan típica de hoy.

Esto que he intentado describir no cambiará nada porque gane Biden o Trump. Seguiremos con absurdos como que el nivel del “mar armamentista” siga creciendo hasta amenazar con ahogarnos mientras –con una impavidez digna de aquel “americano impasible” de Graham Greene–, damos a la vez armas a Israel y alimentos a Gaza. Seguiremos destruyendo poco a poco la tierra en nombre de un progreso sin leyes ni límites, y negando esa destrucción en nombre de la modernidad. Seguiremos con el dilema que nos va presentando Ucrania: o negarnos a reconocer que Ucrania no podía ganar esa guerra: porque ese reconocimiento implicaría admitir tácitamente que nosotros somos responsables de haberla provocado (por lo que llamé “el imperialismo defensivo” y mentiroso de la OTAN) o, por no reconocer eso, ir embarcándonos, pasito a pasito, en una nueva guerra mundial, único camino para que Rusia no gane a un enemigo tan pequeño e inerme. Ya dijo hace poco un ministro alemán, socialista además, que “hemos de estar preparados para una guerra”…

Y, si no, rezar como aquel enfermo de Lourdes: “virgencita mía, que me quede como estaba”.