La polarización homofóbica en la Iglesia
En los sínodos de los años 2014 y 2015, además de aprobar la plena acogida eclesial de los divorciados y casados civilmente, también se abordó la cuestión de la homosexualidad.
Y, con ella, se inauguró el debate sobre la relación entre, por una parte, la perspectiva o paradigma –teológico, pastoral y moral– asentado, hasta entonces, en la llamada “ley natural” y, por otra parte, la fundada tanto en los recientes resultados alcanzados por las ciencias humanas –la razón en libertad– como en la creación de todos los seres humanos “a imagen y semejanza de Dios”, incluidos los homosexuales.
En el origen de este debate sinodal se encontraba la histórica rueda de prensa concedida por el papa Francisco en el avión que le trasladaba de Río de Janeiro al Vaticano (después de las Jornadas Mundiales de la Juventud) el 28 de julio de 2013. A preguntas de los periodistas, después de referirse a los divorciados vueltos a casar civilmente, se manifestó partidario de cambiar el trato y la actitud ante la homosexualidad: “Si una persona es homosexual y busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?”.
El resultado de esta intervención papal y del debate –sobre todo, sinodal– para propiciar un acercamiento empático a la homosexualidad va a ser la recolocación –todavía pendiente de ser recibida por muchos católicos– de la “ley natural” y de la moralidad a ella vinculada. Y, con dicha recolocación, la percepción de que la tradicional doctrina sobre la homosexualidad –y las actitudes católicas a ella vinculadas– presentaban (y siguen teniendo) dificultades para eludir su inclusión en las doctrinas y actitudes homofóbicas.
Desde entonces, los católicos estamos urgidos a mover ficha. Y más pronto que tarde, si no queremos ser considerados como también responsables de la homofobia que aletea –y lo sigue haciendo actualmente– en la “extrapolación cultural”, es decir, en la absolutización de un dato que, recibido de la cultura, se empieza a percibir como difícilmente compatible tanto con las más recientes investigaciones sexuales como con el corazón doctrinal de la Escritura.
Pero, además, la reciente decisión papal de permitir la bendición de parejas homosexuales o de personas en situaciones irregulares (Declaración Fiducia supplicans, 2023) ha evidenciado, por un lado, la atención que se ha de prestar a la cultura y, a la vez, la obligación de evitar lo que se podría llamar “la polarización cultural”; un fundamentalismo que no solo ronda a los “secularizados europeos”, sino también a otros países y sensibilidades no tan entregados –aparentemente– a los cantos de sirena de la modernidad, cuanto a una tradición insostenible a la luz de los actuales avances, antropológicos y escriturísticos.
Dicha extrapolación se caracteriza por someter la verdad escriturística de que todos hemos sido creados por Dios a los dictados de unos supuestos culturales que ya no son de recibo porque –quienes los asumen acríticamente– acaban excluyendo y condenando a una minoría –en este caso, homosexual– en nombre de la mayoría heterosexual, acogida y reconvertida en supuesta “universalidad heterosexual”. Tal es –además del escriturístico– el error lógico y racional en el que incurre la extrapolación fundamentalista y homófoba que –recibida hasta el presente como cultural y teológicamente normal– hay que dejar en la cuneta.
Por lo visto hasta el presente, se trata de un cambio o conversión que bastantes católicos pueden percibir como excesivamente rápido, cuando no como un despropósito. Tanto, que parece resultar particularmente difícil de ser asumido por muchos de los que han pertenecido a una generación que nació, vivió y asumió –como incuestionables y sólidamente fundadas– las llamadas “verdades innegociables”, ancladas en la “ley natural”, y, por ello, reflejo de la voluntad de Dios.
Pero vayamos por partes.
La ley natural
Como es sabido, la propuesta de revisar la doctrina católica sobre la homosexualidad fue clausurada en el sínodo de 2014, gracias a la capacidad de bloqueo que tiene la minoría. Dicha minoría formada, en aquella ocasión, por una buena parte de los obispos centroafricanos, por algunos estadounidenses (con el cardenal Burke al frente) y por otro grupo de prelados europeos –sobre todo, del este– no estaba dispuesta a ir más lejos de lo sostenido al respecto en el Catecismo católico.
Ante esta situación, la estrategia desplegada por los responsables sinodales se centró en intentar aprobar en el sínodo de octubre de 2015 todo lo referido a los divorciados casados civilmente, dejando a un lado la posibilidad de tratar la homosexualidad con un mínimo de empatía, habida cuenta de las dificultades que –al parecer insuperables– presentaban no solo los obispos estadounidenses, sino, sobre todo, la gran mayoría de los centroafricanos con algunos europeos, en particular los del este. Empeñarse en tratar este asunto, intentando una evolución doctrinal, moral y jurídica más amable, no ofrecía garantía alguna de que pudiera superarse el bloqueo en el que había quedado sumido en el Sínodo del año anterior.
No quedaba otra salida que concentrar las fuerzas en alcanzar la mayoría sinodal requerida para que, al menos, los divorciados casados civilmente pudieran reincorporarse plenamente en la comunión eclesial.
La discriminación eclesial de los homosexuales
Sin embargo, semejante bloqueo sinodal no impidió que hubiera aportaciones que, como la del dominico Adriano Oliva, sostuviera la procedencia de un cambio no solo de perspectiva, sino también doctrinal, en lo tocante a las personas homosexuales1.
Según Oliva había que revisar la equiparación moral que el Catecismo acababa estableciendo, de hecho, entre comportamiento homosexual y sodomía. Al ser consideradas ambas como “intrínsecamente desordenadas”, al homosexual que pretendiera ser, a la vez, cristiano solo le quedaba renunciar a toda relación sexual.
Ahora bien, prosiguió, era una exigencia que les discriminaba con respecto a las personas heterosexuales, ya que, al obligarles a no realizar “actos homosexuales” y proponerles la vida célibe como única alternativa, les cerraba la posibilidad de elegir. Urgía, por eso, a repensar la doctrina moral recogida en el Catecismo para desterrar cualquier atisbo de injusta discriminación y poder acoger a estas personas en la Iglesia “con sensibilidad y delicadeza”.
Sodomía y homosexualidad en santo Tomás
Metido en tal tarea, denunció, apoyado en otras investigaciones, la improcedencia de identificar los “comportamientos homosexuales” con el pecado de “sodomía”. Tal asociación no era de recibo. Había que desecharla y, obviamente, no quedaba más remedio que revisar la supuesta inmoralidad de los actos homosexuales y de la misma homosexualidad a la luz de tal desmarque. Y propuso seguir y adentrarse en la puerta abierta por santo Tomás.
El santo de Aquino, informó Oliva, se tomaba en serio la realidad y la vida concreta de las personas. Por eso, no aceptaba la existencia de la naturaleza humana en abstracto, sino solo concretada en las personas de carne y hueso. Y tampoco una ley natural única y uniforme, sin gradualidad, sin una diferenciada obligatoriedad y al margen de las excepciones. Partiendo de esta manera unitaria de ver la realidad y la vida se preguntó, estudiando el caso de la sodomía, si era conforme con la condición humana la existencia de una inclinación y de un placer “innatural” o “contra la naturaleza”, es decir, con personas del mismo sexo.
La “connaturalidad” de la homosexualidad
Su respuesta fue que dicha inclinación, y, por tanto, la búsqueda del placer correspondiente, sin dejar de ir contra la naturaleza específica y general del ser humano, era, sin embargo, “connatural” o “según la naturaleza” de esa persona individualmente considerada. Era así como se concretaba la naturaleza humana general y específica. En esto consistía su “alma”, es decir, lo que constituía y cualificaba a cada ser humano en cuanto tal.
Por tanto, la inclinación homosexual no era para santo Tomás una cuestión cultural, sino antropológica. Desgraciadamente, una vez llegado a esta conclusión no la desarrolló. Se limitó a continuar con sus consideraciones sobre el acto sodomítico como pecado contrario al mandamiento de Gn 1, 28 de crecer y multiplicarse.
La moralidad del comportamiento homosexual
Esta aportación, apuntó Adriano Oliva, abría las puertas a un oportuno desarrollo doctrinal en lo relativo a la concepción del amor, de la sexualidad y del mismo matrimonio. Y más, a partir del momento en el que la Iglesia había reconocido que en la vida matrimonial se daban circunstancias en las que era posible desligar el mandato de procrear y la mutua comunicación del amor.
Pero no solo facilitaba articular la mutua comunicación del amor y la procreación desde la centralidad de la primera. Oportunamente puesta al día, también permitía superar la discriminación de los homosexuales; posibilitaba su acogida eclesial con sensibilidad y delicadeza y diferenciaba la sodomía de la homosexualidad.
En efecto, señaló Oliva, la revelación cristiana reconoce que el acto sexual –fundado en la inclinación connatural– es moralmente aceptable si queda inserto en una relación única, fiel y gratuita. Por tanto, los actos humanos –como coronación de la inclinación connatural– son buenos o malos dependiendo de si la relación que un homosexual mantiene con la persona amada es única, fiel y gratuita. Cuando mantiene un trato en estos términos, está desarrollando aquello que le constituye y cualifica como ser humano singular (el “alma”) es decir, está realizando y desarrollando plenamente su existencia de persona homosexual, sin tener que frustrar –como así lo pide el Catecismo– su connatural capacidad de amar. Se estaría hablando de una relación homosexual que, por atenerse a dichas notas, tendría que ser acogida por los católicos como moralmente aceptable, de forma análoga a la heterosexual.
A la luz de esta aportación era posible diferenciar la naturalidad y connaturalidad de la inclinación homosexual –aplicable a la bisexualidad y a la transexualidad– de la sodomía. Este último sería un acto moralmente reprobable, porque mantiene una relación en la que no existen para nada amor exclusivo, fidelidad y gratuidad. Al carecer de ello va “contra la naturaleza” de la persona homosexual que pretende ser cristiana.
Evidentemente, la relación de una pareja homosexual no es identificable con un matrimonio, porque no puede estar abierta, por sí misma, a la procreación. Pero conviene tener presente, indicó A. Oliva, que santo Tomás no aceptó que dicha procreación fuera la esencia del matrimonio y del acto sexual. Si se aplicara semejante doctrina habría que concluir, sostuvo el aquinate, que la relación entre José y María tampoco fue matrimonial y que, por ello, no fue una unión verdadera y perfecta, sino aparente y falsa. Y otro tanto sostiene el magisterio pontificio en la carta encíclica Humanae vitae (1968) cuando, afrontando la cuestión de la paternidad responsable, admite la posibilidad de una relación sexual única, fiel y gratuita, y excepcionalmente no abierta a la procreación.
Por eso, concluyó el dominico, cuando la relación homosexual es vivida en dichos términos, cuesta no reconocerla como habitada por elementos de verdad y como un camino de santificación. Por ello no tendría que haber problema alguno para que los homosexuales católicos pudieran participar en los sacramentos ni para que fueran integrados plenamente en la comunidad eclesial.
Ley natural mayoritaria, no universal
Pero esto, siendo mucho, no era todo. La aportación de Adriano Oliva permitió percatarse –como he adelantado– de otro dato sumamente relevante: que la ley natural no era universal, sino mayoritaria, habida cuenta de que, normalmente, se procede a su formulación de manera inductiva. Y, como consecuencia de ello, se ha entendido que lo mayoritario es universal, comprendiendo las excepciones como errores, extrapolaciones o desviaciones inaceptables.
Afortunadamente, en nuestros días nos hemos percatado y hemos asumido que la mayoría heterosexual no puede imponerse –y menos, en nombre de la voluntad de Dios– sobre la minoría homosexual, por muy minoritaria que sea. Ello quiere decir que la ley moral –tenida, hasta el presente, como sacrosanta porque en ella se visualiza la voluntad de Dios– no es tal, al no ser universal, sino mayoritaria, y no atender debidamente a la minoría homosexual.
El sesgo homofóbico
A partir de esta aportación de Oliva se empezó a comprobar el sesgo homofóbico –cuando no, la incuestionable homofobia– de los defensores a ultranza de la llamada ley natural y de la moral sexual resultante a partir de dicha ley natural; socializada, como es evidente, en amplias capas de la sociedad civil y de la Iglesia.
No queda más remedio que encontrar otro fundamento –teológico y doctrinal– para condenar la homosexualidad o, en su imposibilidad, cambiar el registro doctrinal, jurídico y moral al respecto.
El dilema es claro.
Y con ello, la percepción de que la doctrina, la moral y las actitudes eclesiales ante la homosexualidad –acogidas hasta el presente como verdades innegociables– tienen más de limitada extrapolación cultural que de verdad racional –atenta a los descubrimientos sexológicos– y a las aportaciones doctrinales con fundamento escriturístico, es decir, tienen dificultades para no deslizarse y eludir la polarización homofóbica.
Los católicos y los obispos alemanes son, sin duda, los que –a lo largo de estos últimos años– se han adentrado por este camino con más lucidez y coraje. Es de lo que habrá que hablar en otra entrega.
Notas
1 Cf. A. OLIVA, “L’amicizia più grande. Un contributo teologico alle questioni sui divorziati risposati e sulle coppie omosessuali”. Florencia, Nerbini, 2015. J. MARTINEZ GORDO, “Estuve divorciado y me acogisteis. Para comprender ‘Amoris laetitia’”, PPC, Madrid. 2016
Sacerdote diocesano de Bilbao. Catedrático emérito en la Facultad de Teología del Norte de España (sede de Vitoria).
Autor del libro Entre el Tabor y el Calvario. Una espiritualidad «con carne» (Ediciones HOAC, 2021)