¡Hasta que…!

¡Hasta que…!
Foto | @RevueltaMujeres

Hace unos días le envié a una amiga el cartel con la convocatoria de la concentración de la Revuelta para el 3 de marzo. Cuando lo vio me dijo que no lo entendía, que por qué estaba contra la Iglesia. ¡Vaya! Eso sí que no me lo esperaba. Me costó varios intercambios de audios para explicarle a qué convocábamos y quiénes éramos. Al final, su respuesta fue: ¡Ahora sí lo entiendo! Es verdad, si alguna quiere ser cura que lo sea. De nuevo, me quedo a cuadros. ¿Qué fue lo que le dije para que interpretara esto? Vuelvo a oír lo que le mandé y en ningún momento mencioné nada de eso. Entonces, ¿por qué esa conclusión? Repasé mis palabras y caigo en la cuenta de que lo que le ha llevado a esa afirmación pudiera ser mi frase de que las mujeres estamos en muchas tareas pastorales, pero no “en los ámbitos de decisión”.

En esta secuencia de malentendidos cometí varios errores. El primero, querer explicar algo por chat cuando tendría que haberle dicho: “quedamos y te lo explico”; y segundo, dar por supuesto que ella lo iba a entender por ser mujer, cristiana y amiga.

Este hecho, aparentemente sin importancia, refleja con claridad la situación. Cuando reclamamos la igualdad en la Iglesia se nos responde o que ya la hay, o que exageramos, o que es mejor dejar las cosas como están y no generar conflictos, o solo se identifica con que queramos ser curas y tener “poder” para mandar. También puede suceder que demos por asumido que, por el mero hecho de decirnos cristianos y cristianas, nuestras exigencias les puedan parecer justas. Nada más lejos de la realidad.

Nosotras pedimos que se nos reconozca lo que Él nos ha dado: igual dignidad; y lo que el Bautismo nos ha concedido: la pertenencia al Pueblo de Dios. Estos dos elementos fundamentan nuestro reclamo de igualdad y nadie podrá negar la solidez de nuestras reivindicaciones que actualizamos, mirando el momento actual que vivimos, pero con los ojos fijos en Jesucristo y la familia humana que formó: “Ya no hay distinción entre judío o no judío, entre esclavo o libre, entre varón o mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. (Gálatas 3, 28)

Nuestra decisión y determinación de recorrer este camino “hasta que la igualdad se haga costumbre” requiere de altas dosis de comunidad que, desde la diversidad, va dando pasos, lentos pero significativos; que empuja para que nuestro lema vaya calando y deje de ser una tarea exclusivamente de unas pocas revoltosas y sea asumida por toda la Iglesia.

Reconocemos que se ha avanzado a nivel institucional, que el sínodo de la sinodalidad ha impulsado una mayor visibilización de la situación que vivimos las mujeres en la Iglesia y algunas de nuestras demandas tenidas en cuenta, como se recoge en el Informe de síntesis de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, capítulo 9 (páginas 22-24), donde, entre las convergencias, destaco esta porque recoge con claridad lo que vivimos: El clericalismo y el machismo son un uso inadecuado de la autoridad que continúan ensuciando el rostro de la Iglesia y dañando la comunión. Es necesaria una profunda conversión espiritual como base para cualquier cambio estructural. Abusos sexuales, de poder y económicos continúan pidiendo justicia, sanación y reconciliación. Preguntémonos cómo la Iglesia pueda convertirse en un espacio capaz de proteger a todos.

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Y entre las propuestas: es urgente garantizar que las mujeres puedan participar en los procesos de decisión y asumir roles de responsabilidad en la pastoral y en el ministerio.

Destacar que junto a lo expuesto, se han abierto sendas para que ir materializando esta propuesta, pero aún nos queda camino por recorrer. La tarea principal que tenemos las mujeres en este movimiento por la igualdad es cambiar la mentalidad existente de que mejor dejar las cosas como están, empezando por nuestras propias compañeras y amigas que consideran que ellas, en la Iglesia, no tienen ningún problema y, por lo tanto, no comprenden qué pedimos. Simplemente, debemos recordar que no se trata de mí, sino de todas.

Para ir transformando esta realidad debemos fomentar el diálogo y generar encuentro. Escuchar y hablar, cultivar nuestra presencia con otras presencias femeninas y masculinas, entablar amistad y cuidar las relaciones. Recrear la comunidad de iguales que Jesús empezó, aquella donde respondemos a su pregunta ¿quién es mi familia?, donde cada persona acoge el don dado, que no esconde su carisma, sino que lo pone al servicio para que se multiplique; donde la vocación es respuesta a la llamada recibida y no silencio involuntario; donde miramos a la realidad con sus ojos y no con los que el sistema nos obnubila; donde realizamos una lectura crítica y reflexionamos sobre la propia experiencia y del evangelio; donde construimos otras imágenes de Dios, lenguajes y ritos,…

Los cambios estructurales son necesarios y urgentes, pero el trabajo que tenemos que ir realizando con las personas y en nuestros ambientes resulta fundamental si de verdad queremos transformar nuestra Iglesia en pro de que la costumbre sea la igualdad y no la excepcionalidad.