Iniesta, el “obispo rojo”

Iniesta, el “obispo rojo”
FOTO | Vía Archimadrid.

Alberto Iniesta nació el 4 de enero de 1923 en Albacete. Estudió en la Universidad de Salamanca y fue rector del seminario de su diócesis. Nombrado auxiliar de la archidiócesis de Madrid, fue destinado por el cardenal Vicente Enrique y Tarancón a la zona roja de Vallecas, a las afueras de la capital.

En la década de 1980, lo visité varias veces. Vivía en la pobreza y estaba comprometido políticamente. Su rostro era indescriptiblemente dulce. Lo llamaban el “obispo rojo” y él sonreía.

Tiempos de restauración

A finales de 1979, el cardenal Baggio, prefecto de la Congregación para los Obispos, lo llamó a Roma. Muchos sacerdotes de la zona se reunieron para mostrar su total solidaridad. Escribieron al nuncio Luigi Dadaglio, que en aquellos años no era escuchado en Roma, donde comenzaba la línea restauracionista del papa Wojtyla. Las comunidades populares, no sólo en Vallecas, celebraban reuniones y estaban en plena efervescencia.

Le pregunté a Iniesta, en su sencilla casa de Vallecas, qué le había pasado con el cardenal Sebastiano Baggio. Él respondió con franqueza: “Fui interrogado por el cardenal Baggio, no escuchado. Repito, interrogado. Tuve que responder a una serie de preguntas, a una conversación-debate de cincuenta y cinco minutos sobre un poco de todo. Ya desde los tiempos de Pablo VI se cernían sobre mi cabeza muchas denuncias, que se han vuelto más persistentes y punzantes en los últimos años. Al cardenal Baggio le he respondido que no podía cambiar mi posición, porque me sentía profundamente en sintonía con el Concilio Vaticano II”.

A monseñor Iniesta, el ala conservadora, muy aguerrida en la Iglesia española, le reprochaba la falta de formación teológica, su creatividad litúrgica, su compromiso sociopolítico, el profetismo coherente y la desobediencia a las enseñanzas y directrices del Papa.

Era la época del cardenal Marcelo González, arzobispo de Toledo y primado de la Iglesia española. En el boletín de su diócesis había escrito: “La fe en Cristo no puede ni debe ser impuesta a nadie, sino que debe ser defendida de quienes la atacan y adulteran”. Insistía en los aspectos negativos de los años posconciliares. Contaba con el gran apoyo del obispo de Cuenca, monseñor Guerra Campos, que no desaprovechaba la oportunidad para atacar al propio Iniesta. Hablando de la misión de los teólogos, escribía: “La verdad es única y exige fidelidad y amor”. Obediencia incondicional a las directrices vaticanas.

Una de las víctimas de la intransigencia fue el padre Llanos, jesuita, poeta y escritor, muy conocido en España, durante veinticinco años en los suburbios de Madrid, en el barrio más deprimido. “La gente me pregunta por qué soy comunista. Ven a vivir veinticinco años en este barrio y luego verás… No me importan mucho los asuntos de la Iglesia. De fe, sí, mucho. Me parece que hay demasiada escenografía. Tengo la impresión de un gran caos. Es triunfalismo, y no me interesa el triunfalismo eclesiástico, ni siquiera el triunfalismo litúrgico”.

¿Quién era el obispo Alberto Iniesta?

Pero, ¿quién era realmente Alberto Iniesta? Quienes lo escuchaban tenían la impresión de un hombre de profunda piedad, de una cultura asombrosa, de una rara capacidad de escucha, de entrega total a su pueblo de Vallecas.

“Es amigo de los pobres. Es un luchador”, dijo el jesuita José María Martín Patiño, brazo derecho del cardenal Tarancón. “Es un hombre que tiene su singularidad, una persona muy buena, muy piadosa, muy buena”, agregó el cardenal Tarancón. Fue protegido por el nuncio Dadaglio, uno de los “grandes obispos de España”, se decía de él. Intentó apaciguar varias veces a los obispos conservadores y al cardenal Baggio, quien propició que el papa Wojtyla colocara a dos “espías-colaboradores” junto a Iniesta.

Iniesta pidió a Roma quedarse en España en momentos complicados para el cardenal Tarancón, atacado feroz y groseramente, de investigación contra teólogos, de contraataque por parte del Opus Dei. Respondió diplomáticamente a una pregunta que le formulé sobre las dificultades entre la Santa Sede y Dadaglio: “El nuncio Dadaglio ha terminado su misión diplomática y está esperando su destino. Siempre nos hemos llevado bien”. Le respondí que tenía problemas. Me dijo: “Aquí, con nosotros, no”.

Siguieron circulando rumores de que Iniesta iba a ser removido. Tarancón y Dadaglio se oponían. El “obispo rojo” sonrió cuando le pregunté si la noticia de un traslado era cierta: “Si dicen que arruino a la gente aquí, ¿quieren que arruine otra diócesis?”.

Vivíamos en un estado de plena restauración. El teólogo Caffarena lo admitía: “Sin embargo, pienso en la otra Iglesia y esta sigue viva, debatiendo los problemas, cuestionando la historia”. Había quienes estaban abiertamente del lado de Lefebvre.

En el cine del barrio madrileño de Salamanca, en la presentación del libro Vida y pensamiento de un obispo católico, se cantó el Christus vincit y se puso en marcha el programa de lucha en defensa de la fe. Los teólogos y el posconcilio fueron condenados, y el nacionalcatolicismo repropuesto. En ese momento, fue aterrador el recurso a las denuncias e intimidaciones y se fortalecieron las relaciones con las altas esferas de Wojtyla, tanto que la valiente revista Vida Nueva publicó el titular ¿Teléfono rojo con el Vaticano?.

De 1972 a 1981 estuvo Tarancón al frente de la Conferencia Episcopal, luego vino el sabio Díaz Merchán de 1981 a 1987, quien continuó con la apertura de Tarancón, siendo sucedido por Suquía, arzobispo de Madrid en 1983.

Un golpe a la renovación. Se nombraron nuevos obispos auxiliares, se destituyó al rector del seminario de Madrid, Martín Velasco, personalidad de gran talento y experiencia, erudito de renombre internacional, y se destituyó al director de Vida Nueva, Pedro Lamet. La palabra involución circulaba.

La denuncia de los 62 teólogos

A mediados de abril de 1989 se publicó un manifiesto firmado por sesenta y dos teólogos. Se denunciaron los nombramientos episcopales unilaterales y conservadores, la reducción del espacio para la autonomía de la investigación y la intransigencia del magisterio en cuestiones éticas. “Los métodos disciplinarios de censura, la renuncia a las cátedras, la prohibición de la investigación teológica, la intimidación de las revistas”, se leía, “representan un ataque al ejercicio legítimo de la investigación. La consecuencia de tales prácticas es la creación de un clima de miedo, duda, sospecha y simulación, contrario a los valores cristianos fundamentales. Estamos asistiendo a una diferenciación drástica entre el discurso de los teólogos en los círculos privados y las manifestaciones y escritos públicos, preocupados por no alarmar a los censores”. Entre los firmantes, José M. Díez Alegría, Casiano Floristán, Benjamín Forcano, J. I. González Faus.

Significativa la imagen de Fernando Sebastián, exsecretario de la Conferencia Episcopal, que comparó a la Iglesia, a finales de los años ochenta, con un “barco que ha atravesado una gran tormenta, perdiendo el 60% de sus velas y mástiles y no teniendo más remedio que ir a recuperarse poco a poco”.

El 5 de abril de 1998 Alberto Iniesta dimitió y se retiró a Albacete, donde falleció el 3 de enero de 2016 a la edad de 92 años.

En Vallecas, el 23 de septiembre de 2018, le dedicaron una zona: Jardines Obispo Alberto Iniesta.

 

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Artículo publicado originalmente en Settimana News de Italia. Traducción al español realizada por Jesús Martínez Gordo