¿Dónde va a quedar la “infalibilidad de todo el pueblo de Dios” en los sínodos mundiales sobre la sinodalidad? (I)

¿Dónde va a quedar la “infalibilidad de todo el pueblo de Dios” en los sínodos mundiales sobre la sinodalidad? (I)

He leído estos días, previos al inicio de los dos sínodos mundiales sobre la sinodalidad, un par de noticias que me han llamado poderosamente la atención y que me han reafirmado en la necesidad de recordar y poner en el sitio que le corresponde a la sinodalidad que, fundada en “la infalibilidad de todo el pueblo de Dios”, ha de ser no solo corresponsable y consultiva, sino también codecisiva o deliberativa.

Según la primera de las noticias, fechada el 12 de septiembre de 2023 en Zúrich, en la Iglesia suiza se han producido, desde los años cincuenta –tal y como se puede leer en el Informe dirigido por las historiadoras Monika Dommann y Marietta Meier de la Universidad de Zúrich– más de 1.000 casos de abusos sexuales, la mayoría de ellos a niños.

Y según la segunda, Johannes Norpoth, portavoz del Consejo Asesor de la Conferencia Episcopal Alemana (DBK), ha denunciado —en entrevista concedida al Rheinische Post de Düsseldorf y refiriéndose a la pederastia eclesial– que, entre los invitados a participar en el próximo sínodo mundial, “no hay ni una sola persona que represente a las víctimas. ¡Ni una sola!”, a pesar de que se haya constatado que este es un problema “sistémico” de la Iglesia. Pero lo es no solo, como se reconoce en dicho Informe, en la Iglesia suiza, sino también en la alemana (Informe MHG) y francesa (Informe CIASE) y, por extensión, en no pocas de las restantes.

Entiendo que, cuando en estos informes se califica el drama de la pederastia como “sistémico”, se está sosteniendo que tenemos delante un problema que afecta a la concepción y ejercicio tanto de la autoridad y del poder como del gobierno de la Iglesia; un par de asuntos que merecerían ser abordados en los próximos sínodos mundiales. Por eso, creo que en el abordaje de esta cuestión “sistémica” se está jugando no solo la credibilidad de dichos sínodos mundiales sino, sobre todo, el futuro de la Iglesia.

Con ánimo de que esta urgencia mayor no quede disuelta en otras –indudablemente, también importantes, pero es posible que no tan “sistémicas”– me permito recoger y prolongar algunos puntos de mi aportación en el “libro coral” en el que he participado y que acaba de ver la luz: Caminar juntas y juntos. Soñar la Iglesia. Vivir la misión (Ediciones HOAC, Madrid, 2023).

En este texto indico que lo que creo que está en juego en los dos sínodos mundiales sobre la sinodalidad es la recepción creativa de la “infalibilidad de todo el pueblo de Dios”, es decir, la implementación de lo que puede ser un nuevo modelo de gobierno o liderazgo, magisterio y organización eclesial, a pesar de que haya sido marginado hasta el presente: el corresponsable, esto es, bautismal y ministerial, y, por ello, deliberativo, codecisivo o “cogubernativo”, en el que el sucesor de Pedro cuida y vela por la unidad de fe y la comunión eclesial.

Además, en coherencia con dicha recepción conciliar, una nueva forma de sinodalidad, igualmente, bautismal y ministerial, y también codecisiva; lejos, de la solo “consultiva” que, a diferencia de los papas anteriores, apadrina Francisco, interesado –al menos de momento– en “escuchar” al pueblo de Dios y al colegio episcopal, quedando en el aire que pueda deliberar y codecidir con ellos; y, en caso afirmativo, hasta dónde y cómo.

Y, también entiendo que urge recuperar –actualizando– el proyecto de Constitución eclesial o Ley fundamental (la famosa Lex Ecclesiae fundamentalis) impulsado por Pablo VI y aplazado sine die por Juan Pablo II en 1981, aunque algunas de sus disposiciones quedaran recogidas en los actuales Códigos de Derecho Canónico de 1983 y 1990. En tal Constitución eclesial o “Ley Fundamental”, además de garantizar los derechos fundamentales tanto de todos los bautizados y bautizadas como de las iglesias locales, se habría de establecer la oportuna separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) con el fin de limitar los excesos del autoridad y dejar bien claro su sometimiento a derecho. Igualmente, se habrían de garantizar y regular los oportunos procedimientos democráticos en el ejercicio de la sinodalidad y corresponsabilidad, sean éstas colegial o bautismal.

Corresponsabilidad y sinodalidad, bautismal y ministerial

Se trata, en primer lugar, de un liderazgo, magisterio y sinodalidad que, porque todos los cristianos, gracias al bautismo, somos en Cristo “maestros, sacerdotes y reyes”, se tipifica y reconoce como corresponsable.

Pero, en segundo lugar, además de corresponsable es también ministerial ya que en el seno de la comunidad cristiana existen diferentes ministerios (sean instituidos o reconocidos) con sus respectivos ámbitos de competencia y responsabilidad para el desarrollo de la comunidad y servicio a la misión evangelizadora.

Me refiero, por tanto, a un modelo de liderazgo, magisterio y sinodalidad presidido por una responsabilidad compartida entre bautizados y diferentes ministerios ordenados.

El formato democrático de la corresponsabilidad y sinodalidad

Ahora bien, tal corresponsabilidad no puede ser implementada –al menos, en la Europa occidental– primando modelos gubernativos y magisteriales presididos por formas monárquicas y absolutistas del ministerio ordenado.

Ya no es posible ignorar, descalificar o despreciar, durante mucho más tiempo, la conquista y el progreso de la separación de poderes y de la democracia en cuanto tal, por muy formales y burguesas que puedan ser tales adquisiciones y por desmedidas las tropelías que, en su nombre, se hayan cometido y se vengan realizando.

Dicha separación de poderes y la democracia que le acompaña son, con sus indudables limitaciones, mediaciones tan humanas e históricas como la monárquica y absolutista con las que quedan revestidas y reforzadas la autoridad, el magisterio eclesial y la organización de la Iglesia cuando, por ejemplo, en el posconcilio, Pablo VI interpreta e implementa involutivamente la colegialidad episcopal a la luz del modelo unipersonal del papado aprobado en 1870, en el Vaticano I (Nota explicativa praevia a la Constitución Dogmática Lumen gentium, 1964). O cuando Juan Pablo II sostiene que la infalibilidad de todo el pueblo de Dios es por “participación” en la propia del ministerio ordenado y, por ello, no recibida por el bautismo (Declaración Mysterium Ecclessiae, 1973). Y cuando el Papa K. Wojtyla prohíbe a los obispos elevar ante la Santa Sede peticiones de revisión sobre asuntos que –solicitadas por sínodos diocesanos– se ha reservado para sí el sucesor de Pedro (Instrucción De synodis dioecesanis agendas, 1997)

Decretando tales interpretaciones e implementaciones del Vaticano II, Pablo VI y Juan Pablo II han torpedeado –o, al menos, disuelto– la recepción corresponsable y codecisiva de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, tanto en la relación sacramental existente entre el papado y los obispos como en la del ministerio ordenado con todo el pueblo de Dios.

Pero, a diferencia de estas interpretaciones e implementaciones, descaradamente preconciliares, operativas durante el postconcilio en la Iglesia latina, entiendo que el magisterio y el gobierno eclesial pueden –y deben ser– corresponsables y codecisivos, al estar en plena sintonía con el Vaticano II y, en concreto, con la infalibilidad de todo el pueblo de Dios.

No es de recibo, teológico y dogmático, sostener que, por “institución divina”, se cuenta con la asistencia del Espíritu Santo solo en el formato monárquico y absolutista de gobierno, magisterio y sinodalidad, permaneciendo callado o mudo en el corresponsable, es decir, aquel en el que todos los bautizados tienen, gracias a la infalibilidad de todo el pueblo de Dios, una palabra que decir apoyados en la mediación democrática y en la consecuente separación de poderes traídas por la modernidad. Y tampoco es de recibo sostener que esta palabra de todo el pueblo de Dios –visto el cauce infalible del que brota– no cuenta con argumentos, teológicos y dogmáticos,  suficientes para ser corresponsablemente codecisiva.

Entiendo, a diferencia del formato absolutista que se defiende en los tres textos magisteriales recordados más arriba, que dichas mediaciones democrática y separación de poderes son mucho más adecuadas para implementar la infalibilidad de todo el pueblo de Dios, es decir, la de los bautizados y ministros, sean instituidos (ordenados y laicales) o reconocidos por las comunidades cristianas.

Por eso, creo que estos dos sínodos mundiales tienen –¡por fin!– en sus manos recibir en serio, y por responsabilidad eclesial, la Constitución Pastor aeternus (1870) a la luz de la –también, Constitución Dogmática– Lumen Gentium (1964). Y no, al revés, tal y como hizo Pablo VI y como han seguido haciéndolo, después de él, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Y, visto lo visto –al menos, hasta el presente– lo que también está haciendo el papa Francisco, cierto que dejando un notable margen de libertad, desconocido en el posconcilio. De ahí, la importancia de recuperar –y actualizar– el proyecto de Constitución eclesial o Ley fundamental.

E, igualmente entiendo que ha llegado la hora de tomarse en serio la “catolicidad” como “comunión de iglesias” locales, por tanto, no uniformes, sino singulares. Pero diferenciadas no solo por contar con ritos propios, sino también –y, sobre todo– por prestar la debida atención, tanto magisterial como gubernativamente, a las específicas circunstancias culturales, históricas, políticas, económicas y espirituales (“lugares teológicos”) en medio de las que existe y se manifiesta el sensus fidei y el sensus fidelium.

Es evidente que la fe cristiana no es incompatible con un “credo común” que puede y debe ser inculturado de diferentes maneras sin romper la comunión. Y cuando ello acontece, la catolicidad, comunión de comunidades locales, se ve enriquecida, aunque, a veces, tal enriquecimiento pueda ser percibido como destructor de la unidad, en particular, por quienes tienen dificultades para eludir y salir al paso de una concepción uniformista de la misma o de una forma de gobierno verticalista o de una concepción monárquica y absolutista del poder eclesial.

La experiencia al respecto, de las iglesias patriarcales en el primer milenio de nuestra era, con sus aciertos y errores, es una referencia de indudable relevancia, tal y como propuso Juan Pablo II en la encíclica Ut unum sint (1995).

No atender a este clamor del Espíritu puede comportar nuevamente otra u otras escisiones, si se persiste en el actual modelo –absolutista y monárquico– de organización, liderazgo e impartición de magisterio en la Iglesia católica. Y es más que posible que se siga asistiendo –una vez finalizados los sínodos y no afrontadas estas cuestiones– al reinicio, tal y como ha sucedido durante los pontificados de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI, del “exilio interior” e, incluso, a la salida eclesial, de muchos cristianos abiertos que, prontos a recibir creativamente el Concilio Vaticano II, se han cansado de esperar y porfiar al respecto.