Mendicidad
El metro de la ciudad se ha convertido en mi transporte preferido. He dejado de empeñarme en aquel solo leer y cuánto me molesta el ruido, para dedicarme a observar a los pasajeros.
Al tomar asiento, detengo la mirada en un hombre menesteroso y su recital de penalidades. ¡Qué oficio tan antiguo, me digo! Quiero imaginar la situación en el siglo XVII. Me resulta difícil poner rostro actual al controvertido padre y patrón, Monipodio. Intento imaginar las interminables razones por las que en nuestra época emprende caminos de exilio un mendicante. Escucho el discurso del agraviado que tiene a su cargo cinco hijos enfermos que no comen. Es idéntico al que oigo todos los días en diversos trayectos. El lamento aprendido no me resulta conmovedor; pero me inquieta ese ser humano de jornadas sin horario que recauda monedas de compasión.
Pienso en la infinidad de medios para explotar hoy la miseria, y enmudezco. ¡Largas horas de discurso ensayado a cambio de un beneficio humillante! Ignoro en qué etapa del camino de su vida sitúa mi personaje su actual oficio.