Ítaca
En la mítica ciudad arrasada llueve una metralla persistente que cubre la tierra de cuerpos mutilados. De las guaridas surgen monstruos que me agarran con sus garfios y me arrojan fuera de las murallas. Hasta allí llega el ruido lacerante de sus fauces que blasfeman hambrientas: malditos cobardes que escapáis de la contienda vacíos de valor patrio; los dioses os destinen a pasto de tempestades. Oíd, desertores, cómo rugen sin cesar los tanques que os persiguen hasta más allá de la tierra.
Al escapar, he logrado eludir una muerte estéril de causa indigna. Siento miedo antiguo por este partir ciego hacia una lejana tierra de promesas. El camino esconde sus propios monstruos. El expolio más impune se apropia de mi fragilidad. Desposeído de todo, protejo el estricto atuendo que me guarece. Sin vacilar, me adhiero al movimiento de la gran masa despojada que jamás mira hacia el pasado.
Tampoco yo he partido para regresar. Hacia atrás, solo veo la nada. Rezo: Decidme, dioses si en verdad existe Ítaca. Decidme si, aun exhausto, debo proseguir el camino. Oigo el silencio de las divinidades. Solo percibo mi propia voz muy adentro: Ítaca empieza en el camino. Ítaca es también el camino.