Cogestión y estrategia de progreso: condiciones para la empresa como “bien común”
En su reciente encuentro con Yolanda Díaz, Piketty ha vuelto a defender la participación de los trabajadores en la administración de las empresas, incluida las pequeñas, con la intención de “salir de una organización monárquica de la economía”.
Reconocía después que puede que las condiciones no estén maduras y que falta un debate ideológico, también en la propia izquierda, sobre la forma de abordarlo. Yolanda Díaz, por su parte, se comprometió a impulsar esa dinámica como parte de su proyecto durante 2022 y a resaltar las experiencias prácticas existentes tanto en España como en buena parte de los países centrales de la UE.
Es sobre esa necesidad y como forma de apoyar ese camino que me parecen oportunas las siguientes reflexiones.
La transición hacia un futuro alternativo
¿Cómo imaginamos la producción de riqueza y cómo su interrelación con el tiempo de ocio y el buen vivir? ¿Cuáles son los rasgos que atribuiríamos a la empresa del futuro en un entorno poscapitalista? ¿Cómo imaginamos su propiedad y cuales sus mecanismos de control, quiénes sus dirigentes y cómo la forma de elegirlos, cómo se tomarían las decisiones diarias y cómo las estratégicas?
Puede que se perciba como un debate en el aire o como una utopía lejana, pero merece la pena esa ensoñación pues no hay cambio social sin una propuesta alternativa de bien común. Hace demasiadas décadas que la sociedad no tiene un referente por el que luchar.
Siguiendo con la utopía abría que vislumbrar cuales serían los rasgos de una transición hacia ese modelo. Parece difícil asumir que se produciría “de una vez” como efecto de una revolución mundial, más bien como ocurre en procesos complejos, con idas y vueltas por territorios, en el que las diferentes concepciones de empresa y de sociedad, lo viejo y lo nuevo, coinciden y disputan su hegemonía durante un largo periodo de tiempo. Así fue el transito entre el feudalismo y el capitalismo y así suelen ser los procesos de cambio social.
Y ahora viene la pregunta crucial. ¿Hay elementos, incrustados en la realidad presente, que anticipen ya el futuro deseado? O mejor, ¿es posible iniciar desde ya, en la misma sociedad capitalista, la construcción de modelos organizativos que actúen como moléculas de la nueva sociedad, con algunos de los rasgos participativos que deseamos para las empresas del futuro?
Si contestamos negativamente a las preguntas anteriores puede que nos estemos cegando la marcha de la historia. Pero si contestamos con un sí estamos obligados a definir bien esas moléculas, lo que, referido a lo que nos ocupa, significa definir cuáles son las condiciones mínimas imprescindibles para empezar a considerar las empresas como un bien común, las condiciones que permitirían poder comportarse como si la empresa fuera de todos y construir un modo de gobernanza basada en la concertación de intereses compartidos.
¿Pueden considerarse las empresas como un “bien común”?
Cualquiera que haya trabajado en una empresa habrá escuchado decir a altos mandos, y también a sus jefes y directivos, que “todos estamos en el mismo barco”, que a todos nos interesa que la empresa vaya bien, porque “la empresa somos todos”.
Esas afirmaciones son, en parte, objetivas pero, sin duda, esconden un discurso interesado que oculta el monopolio del poder de los primeros ejecutivos, responsables de decidir el camino, establecer los objetivos y los incentivos por cumplirlos y presentar los resultados que justifican su éxito ante los accionistas. Un modelo de gestión monárquico que carece de contrapesos e impide debatir sobre las consecuencias a medio y largo plazo de sus decisiones.
Lo paradójico es que esa bandera del “bien común” empresarial, desplegada por la gerencia, no encuentre contestación entre los trabajadores, y los sindicatos que los representan, que parecieran sentirse cómodos defendiendo “solo lo suyo”, es decir, la defensa de “intereses de parte” (condiciones laborales, salarios, empleo) pero nunca cuestionando o interesándose por los rasgos del proyecto empresarial ni por la “dirección del barco”. Como señalaba Marx, la realidad capitalista les aliena del producto de su trabajo.
Esa percepción está tan extendida que es usada también en empresas públicas, es decir, en aquellas en las que la empresa es, por definición, un instrumento del interés general en el que los trabajadores no son una parte más, sino una de las principales partes interesadas en vigilar que el producto de su trabajo se materialice en la dirección deseada.
No todos los trabajadores se posicionan, sin embargo, del mismo modo. Parte de ellos, en particular los grupos más cualificados que ocupan posiciones intermedias, suele ser más sensibles y mostrar más interés por la coherencia de las decisiones y la dirección estratégica, el “adonde vamos”, pero nunca como un todo, sino a nivel individual.
Cambiar la mirada del mundo del trabajo
En ese camino la misión de los representantes de los trabajadores sería acceder a un nuevo estadio en el que «sus intereses de parte» encuentran un acomodo vigilante mientras muestran interés en participar en el “cómo producir” y “qué producir”.
¿Qué cambios en la estrategia sindical deberían producirse para desplegar una bandera que haga suya la idea “la empresa somos todos»? ¿Cómo incorporar en el lenguaje sindical, cargado de objetivos centrados en negociación colectiva, la aspiración a reclamar unos requisitos mínimos de confianza que permitan ponderar de otra forma los intereses de accionistas, directivos, trabajadores, proveedores, clientes, suficientes para aceptar el principio de que la empresa “somos todos”?
¿No facilitaría ese planteamiento una mayor permeabilidad en los sectores profesionales e intermedios de los trabajadores, alejados hoy de las meras disputas por el Convenio Colectivo?
Ese escenario nos dibuja un proceso de cambio social que nos lleva a repensar la sociedad que queremos. Confrontar el gobierno actual de las empresas con una alternativa que incorpora una nueva institucionalización de intereses compartidos, debería ser uno de los motivos que marcaran las prioridades estratégicas del mundo del trabajo.
Y ello valdría tanto en situaciones defensivas, en las que toca defender el puesto de trabajo y solventar situaciones de crisis, como en situaciones ofensivas en las que la participación busca favorecer un entorno innovador y competitivo.
Ese futuro no evita la confrontación de intereses ni proyectos
En cualquier caso, conviene asumir que incluso en un estadio avanzado de ese futuro deseado, las empresas no estarán libres de tensiones con grupos de interés enfrentados. Ni en el camino ni en el destino se eliminarán las tensiones que conlleva la realidad social. Ni las luchas consecuentes.
La historia nos muestra que siempre hay que estar atento a las injusticias percibidas por unos u otros, que donde hay desigualdad e injusticia hay resistencia. Y que en la medida en que mutan los poderes empresariales y cambian las mismas empresas y las formas de gobierno, cambiarán la naturaleza de los conflictos y la naturaleza de las resistencias.
La transparencia y el debate sobre objetivos en las estrategias de largo plazo, atreverse a disputar el destino del reparto de rentas o la jerarquía de las decisiones, las formas de funcionar o las formas de decidir… serian la expresión de los nuevos conflictos. Se producirían, en cualquier caso, en organizaciones con una institucionalización del poder democrática, hasta el punto de justificarlas como plasmación de una utopía, una expresión de lo que aspiramos.
Puede que la tarea sea inmensa y cargada de riesgos, pero no creo que exista camino alternativo.
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Texto publicado originalmente en Economistas frente a la crisis.
Economista, analista social. Escritor.
Profesor de Comunicación de la Universidad Carlos III.
Presidente de la Plataforma por la Democracia Económica.