Persona y comunión
Cuando releo algunas de las aportaciones de las llamadas nuevas espiritualidades, constato, como «jesu-cristiano» y «uni-trinitario», mi discrepancia con su recurso a expresiones tales como «transegoico» y «transpersonal».
En primer lugar, porque la indudable mentira o «pecado original» del «ego» no puede obnubilar otra verdad que hay que salvaguardar y que, por desgracia, no aprecio debidamente atendida en quienes recurren a la expresión de «transegoico»: no comparto con ellos que, pretendiendo superar el egoísmo y el individualismo, acaben dejando en la cuneta a la persona humana en cuanto tal o, si se prefiere, a un individuo que lo es con los otros, es decir, que no es ni existe en soledad, por muy egoísta e individualista que pretenda o pueda ser.
E, igualmente, constato, en segundo lugar, que, recurriendo a la expresión de «transpersonal», descuidan la singularidad e individualidad de cada persona, disolviéndola en una especie de magna apersonal y ahistórico en el que no hay sitio para lo que cada individuo es, vive, padece y goza.
A diferencia de la apuesta que hacen por lo «transegoico», creo entender que en el «jesu-cristianismo» se es mucho más cuidadoso con la singularidad individual o, si se prefiere, con el reconocimiento de la dignidad y centralidad de la persona en cuanto tal, con sus indudables egoísmos pero también con sus incuestionables grandezas. E, igualmente, a diferencia de su decantamiento por lo «transpersonal», se defiende que los seres humanos no estamos convocados a la disolución en una «transpersona», sino a la comunión con otros sujetos, igualmente singulares como nosotros. Tal decantamiento por la «interpersonalidad» se funda, por supuesto, en el misterio del Dios «uni-trinitario» que se transparenta en Jesús de Nazaret como comunión de Padre, Hijo y Espíritu sin confusiones de ninguna clase entre todos ellos y sin disolución de cada persona en el Uno, o como se quiera llamar.
Es evidente que esta espiritualidad y teología «transindividualista» —que no «transegoica»— e «interpersonal» —pero no «transpersonal»—, nada tiene que ver con un imaginario de lo que decimos cuando decimos «Dios», absoluta y autoritariamente unitarista, en el que no hay sitio para la singularidad de la persona.
A diferencia de este imaginario, los «jesu-cristianos uni-trinitarios» no estamos convocados a diluirnos en una Unidad «apersonal» y sin rostro, de la que se desaloja la historia o la carne, sino a ser nosotros mismos en la plenitud de un Dios que, por transparentarse como misterio «uni-trinitario», es comunión de singularidades. Es cierto que el pecado original del egoísmo es importante, pero no lo suficientemente fuerte como para destruir la dignidad de la persona, hechura de lo que decimos cuando decimos «Dios».
No creo que esté de más recordar estas diferencias, vista la pasión con que algunos partidarios de las nuevas espiritualidades defienden, como algo supuestamente superador de las «jesu-cristianas» y «uni-trinitarias», el empleo de tales conceptos.
Quienes formamos parte del colectivo «jesu-cristiano y uni-trinitario» nos sabemos llamados a cuidar el yo personal —absoluto en su singularidad e individualidad, pero no en su individualismo «egoico»— y, a la vez, a favorecer nuestra relación y comunión con otras personas —la interpersonalidad—, particularmente con las más débiles y últimas de nuestro mundo.
Como se puede apreciar, nada que ver con un imaginario que, además de supuestamente «transegoico» —pero no «transindividualista»—, es indisimuladamente «transpersonal», es decir, ahistórico, «apersonal» y sin carne. Y sí, todo que ver con otro presidido por la singularidad de la persona —con sus luces y sombras— y la comunión interpersonal.
Sacerdote diocesano de Bilbao. Catedrático emérito en la Facultad de Teología del Norte de España (sede de Vitoria).
Autor del libro Entre el Tabor y el Calvario. Una espiritualidad «con carne» (Ediciones HOAC, 2021)