CIE todavía

CIE todavía

Cristianos a la intemperie, anarquistas todavía fieles al federalismo y la democracia directa, comunistas sin partido, septuagenarios que todavía buscan, jóvenes más allá del veganismo o el parnaso animalista, gente toda irreducible en sus convicciones, gente que todavía lucha por un mundo mejor porque no le gusta este, gente que no sucumbe a las tentaciones del escapismo, del sofá o de la dulce anestesia del consumo; personas todas que el último martes de cada mes cumplen con una cita ineludible: hay que reunirse a las puertas del cuartel de Zapadores.

Invierno o verano, llueva o haga un sol de justicia, año tras año, allí están, imperturbables luchando a solas, proféticamente, contra una de las últimas vergüenzas de Europa: los centros de internamiento para extranjeros, más conocidos por el acrónimo CIE.

Si usted tiene la piel blanca, no tiene por qué preocuparse por esta cuestión: disfruta de un camuflaje elemental y puede pasar desapercibido. Y es que un problema entre los humanos radica en el ser distinto a la mayoría, y al distinto se lo reconoce de varias maneras. Por ejemplo, la Inquisición española y la Schutzstaffel eran obsesas perseguidoras de la sangre impura.

Después, se han seguido muchos métodos de identificación de los otros, de los enemigos. A partir, sobre todo, de los años veinte del siglo pasado, existen los pasaportes como sistema de clasificación humana universal. Ahora bien, entre todas estas ordenaciones destaca el color de la piel. Si su epidermis es oscura entonces ya tiene todos los números de la rifa policial; es así.

Hay muchos tipos de lotería, pero en este caso, ¿de qué sorteo hablamos? Digámoslo de manera pulcra: aquel en que el premio consiste a que la Policía le pare para pedirle la documentación con el fin de comprobar que su estancia en el paraíso español sea legal.

Si sus papeles no están en regla, su destino quizás sea el CIE. Y, por muy aberrante que sea, y sé que me repito, quien más números tiene en esta tómbola obscena son las personas negras. Tan escalofriante, tan monstruoso, como real. Así de claro. No es ningún consuelo; más bien al contrario: esta monstruosidad no afecta solo a nuestro país.

Los Estados ricos –desgraciadamente no son los únicos– se dotan de sistemas de “protección” hacia los inmigrantes –los distintos– que consideran una amenaza para su seguridad. De aquí que utilizan campos de concentración para ubicar estas personas carentes de papeles oficiales para su estancia a la espera de la deportación al país de origen.

Y es que en nuestras ciudades malviven miles de inmigrantes que no pueden ejercer un trabajo legalmente porque una ley de inmigración, más que absurda, se lo impide. Resultado: trabajan al margen de la ley y empleadores sin escrúpulos se aprovechan.

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Estos seres humanos, los migrantes, han tenido que abandonar su país, sobretodo, por motivos económicos, por lo que el problema de fondo continuará mientras los gobiernos de los países ricos no emprendan acciones encaminadas a acabar con la corrupción en los países africanos.

Y esto no interesa, porque los tiranos de los países pobres, pero ricos en recursos, y las multinacionales precisan de sus relaciones simbióticas.

En el mes de mayo ha habido toda una serie de entradas masivas e ilegales de gente proveniente del sur, sobre todo en Ceuta. Sobre los motivos de esta oleada migratoria los propios componentes del Gobierno han ofrecido versiones dispares y contradictorias. Hay que reconocer que el gobierno valenciano, y obligado es reseñarlo, ha dado un paso adelante digno de elogio, al mostrarse dispuesto a acoger menores migrantes desamparados. Entonces han hecho sentir su advertencia hombres mezquinos, tortuosos y de cuidadosa letra, presentando a los refugiados como a una invasión de personas infieles dispuestas a acabar con nuestra civilización y, por supuesto, con nosotros también.

Y esto lo dicen en un país construido con el sedimento de numerosísimas civilizaciones y de tradición secular de emigración…

Ahora bien, convendría cambiar el discurso, cambiarlo en beneficio propio. En el film The Visitor, de Tom McCarthy, Walter, un profesor de literatura, de vida insípida, se encuentra con una familia sin papeles. El internamiento del joven en un CIE lo hará sabedor de la telaraña burocrática en que acaban los detenidos hasta su deportación; entonces se enfrentará a problemas de identidad social, inmigración y comunicación intercultural, a la vez que su vida tomará un sentido que había perdido ya hacía años.

El film, una parábola, muestra la aportación de la inmigración a los individuos y también a la sociedad.

Consideramos que España presenta una de las tasas de natalidad más bajas del mundo. El número medio de hijos por mujer está en 1,18, el crecimiento vegetativo español es negativo desde 2012 y, en 2020, presentó un saldo negativo de 153.167 personas.

Con este panorama, la inmigración no es más que una oportunidad para repoblar regiones desérticas –algunas de las cuales tienen la densidad más baja de Europa, incluida Laponia– y para asegurar las pensiones.

Esto en cuanto a los aspectos económicos; humanamente hablando no puede considerarse más que una bendición la posibilidad de dar una oportunidad a nuestro prójimo sin papeles; no solo por su interés sino, también por el nuestro.

Los manifestantes de Zapadores lo tienen claro desde ya hace muchos años: y no se equivocan.