Reflexión de Viernes Santo
Reflexión realizada en la oración interreligiosa por las víctimas de las migraciones, organizada por las trabajadoras y trabajadores cristianos de la HOAC de Valencia y el Centro Cultural, en solidaridad con las personas víctimas de “las leyes injustas con las que no se les reconoce su dignidad de seres humanos, su dignidad de hijas e hijos de Dios”
Volvemos, otro años más –otro día más– a contemplar la realidad del Viernes de Pasión desde la realidad apasionada de las migraciones: la de las personas que se ponen en camino, en búsqueda de un horizonte mejor para sí y para los suyos. Y por tanto, como todo emprendimiento que se precie en la vida, un horizonte que mejorará toda la comunidad.
No he migrado nunca. No tengo experiencia de verme desplazado, desarraigado de mi casa, del hogar, de mis raíces. Sí tengo el privilegio de ser acogido, acariciado y cuidado por muchas personas migrantes, habitando con ellas y desde ellas las periferias y las fronteras. Desde ahí, esta es mi lectura en este día tan significativo en nuestro caminar junto al Dios de Jesús.
Siguiendo el texto del Evangelio de Juan que hoy leemos, vuelve a resonar en nosotros la pregunta que lanza Jesús ante la búsqueda que de él y los suyos se ha emprendido: ¿A quién buscáis? Cuando nos dejamos desbaratar por la presencia del otro en nuestra vida, surge esa misma pregunta: ¿qué queremos?, ¿qué hacemos?, ¿quiénes son? Las respuestas son variadas. Algunos responden con prejuicios: vienen a quitarnos nuestra seguridad, nuestro trabajo, nuestras comodidades, no hay para todos, no son maneras de llegar…
Contemplar la Cruz hoy exige movilizarnos para romper tantas cruces como siguen pesando y matando a hermanos y hermanas nuestras
Mientras que otros intentamos responder desde esa búsqueda que nos lleva a confrontarnos con nosotros mismos. Buscamos a aquellas personas que pretenden un horizonte mejor que el que tienen. Esta búsqueda nos ayudará a atisbar el privilegio que es encontrarnos con “El Otro”. Y este OTRO en mayúsculas, como encuentro sagrado. Contemplar hoy la cruz –las realidades de dolor, de movimiento, de frontera y muerte– solo para adorarla me parece un gran pecado. Ante la cruz hay que horrorizarse, es causa de dolor y tiene su origen en una gran injusticia. La cruz se contempla en silencio para empeñarnos en que dejen de existir. Contemplar la Cruz hoy exige movilizarnos para romper tantas cruces como siguen pesando y matando a hermanos y hermanas nuestras. Contemplar la Cruz exige juntarnos, crear comunidad para “re-inventar” tantos nuevos modos para bajar de la cruz al tantos crucificados. Contemplar la cruz, adorar al crucificado para preñar de humanidad la lucha contra la injusticia.
Es posible que surjan miedos. Son lógicos y naturales. Compartir la suerte de los otros, los ninguneados, es asumir sus riesgos, sus condiciones, sus precariedades. No hay razones legales, profesionales o ideológicas que nos lleven a asumir este camino. Ese “ponernos en el lugar del otro” sólo será posible desde el compromiso y fidelidad a las personas que sufren. Cuando nuestra actuación está condicionada por el cumplimiento de formalidades, por ganarnos un cielo o quedar bien con el sistema establecido, entonces no estaremos empatizando con estas personas que migran –con los hoy crucificados– cuanto con unas expectativas y deseos que no tienen porqué coincidir con las de las víctimas.
Al contrario, muchas veces, desde buenas obras podemos estar siendo cómplices de ese sistema que sigue expulsando de su tierra o privando de libertad a aquellas personas a quienes hemos sometido y obligado a emprender un camino de violencia o muerte. Podemos acabar como Pedro, de quien dice el relato que “También Pedro estaba con ellos de pie, calentándose”. Hemos de tener cuidado junto a quién nos resguardamos, con quién o en quién buscamos la seguridad. No vaya a ser que acabemos, como Pedro, de pie al calor de los victimarios: callar hoy, no denunciar las causas, conformarnos con las circunstancias inhumanas de acogida o incluso gritar contra los Cie y olvidarnos de visitar a las personas que los habitan y olvidarnos de abrir nuestras casas para acoger; mirar impasibles esas políticas europeas antimigrantes… Todo eso es compartir el calorcito, como Pedro, de quienes siguen situándose contra el Otro.
Nuestra tibieza y silencio pueden dar paso al ruido contra el otro
Y en estas circunstancias nos jugamos mucho. Nuestra tibieza y silencio pueden dar paso al ruido contra el otro. Cuando el relato de Juan señala ese griterío de la masa: “A ese no, a Barrabás”, está significando lo fácil que puede llegar a ser la manipulación. Cuántas veces nos dejamos arrastrar por la simplicidad de algunos argumentos. Por la facilidad lacrimógena de algunas imágenes. Por la estulticia de algunos planteamientos políticos e ideológicos. No tenerlo presente es claudicar, no sólo aguantar estoicamente ese grito de que suelten “a Barrabás”, sino acabar aceptando –por acción u omisión– esa trágica petición a Pilatos: “¡Fuera, fuera; crucifícalo!”
Acostumbrarnos a ese sortilegio de muerte y dolor que nos siguen ofreciendo las fronteras: muertes, desapariciones, violaciones, frío, desesperanza, criminalización… es asumir vergonzantemente ese grito de “crucifícalo”. Ese grito hoy se actualiza en peticiones de expulsión, de privación de libertad, de extinción de atención médica, en retrasos en ayudas sociales, en la dificultad de empadronarse… Hoy retumban en nuestra cabeza esos gritos desalmados de “crucifícalo” cuando insultan a los niños y niñas que han podido migrar solos, cuando escuchamos el grito desgarrador desde el otro lado del muro del CIE porque están siendo maltratados, cuando incómoda que la inspección de trabajo controle las condiciones laborales, cuando no queremos regularizar el trabajo doméstico o los cuidados, cuando con estupor retenemos las lágrimas ante una nueva tragedia con resultado de muerte, cuando nos compadecemos de los muertos, pero no radicalizamos la apuesta por los vivos, que puedan vivir entre nosotros y con dignidad.
Por todo esto nos parece fundamental, también este Viernes Santo, echar una mirada a la comunidad. Esos espacios de resistencia y hospitalidad que se han ido replicando pero que aún son insuficientes ante tanto crucificado. Seguro que la realidad de los empobrecidos nos desborda, supone mucho más de lo que –a primera vista– prevemos. El Viernes Santo nos revela también nuestra propia impotencia. Reconocer cuáles son las limitaciones en las que existimos: individuales y colectivas. Admitir nuestra capacidad sin resignación, con reciedumbre. Saber hasta dónde hemos podido, para mantener esa tensión de acompañar y que lo próximo se vuelva prójimo. Me impresiona, en medio del destrozo de la condena de Jesús -que es el destrozo muchas veces del trato ofrecido a las personas migrantes- cómo el Evangelio señala que estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Las mujeres. En medio de la agonía, la imagen del calor de Pedro dispensado por el poder que mata, frente al calor de estas rotas mujeres que a pesar de las consecuencias siguen al pie de la Cruz. Porque ahí estuvieron, experimentaron el grito rebelde y pleno de la Resurrección.
Hemos pensado muchas veces esta imagen: ¿el hasta cuándo hay que estar? Siempre, nos dicen estas otras Marías que alientan nuestra Fe desde esta pequeña comunidad de Entrevías. La impotencia no la podemos medir en los crucificados que no evitamos, cuanto en los acompañamientos que no realizamos. Ese estar ahí que va más allá de las relaciones biológicas, filiares o afectivas. Estar ahí no para seguir contemplando crucificados, sino para empeñarnos en que no haya más cruces, más víctimas, en que los últimos no sean siempre los mismos. Este acompañamiento, presencia activa, nos hará correr la suerte también de los crucificados, el insulto de quien se cree nuevo dios y el juicio de aquellos de corazón de piedra que pretenden blanquear su conciencia.
Este acercamiento vital, más allá de experiencias turísticas o solidarias de diseño, a las víctimas de las migraciones nos pondrán en consonancia con la tradición evangélica: “Mirarán al que atravesaron.”
Mirar es atender a las víctimas de hoy, a esos crucificados actuales que nos siguen reclamando que –como las mujeres al pie de la cruz– estemos junto a ellos, porque como nos recordó José Martí:
“Con los pobres de la tierra
Quiero yo mi suerte echar…”
Sacerdote en el Centro Pastoral San Carlos Borromeo
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