La vida en común en una cooperativa de cesión de uso
La Balma es «un refugio en medio del salvaje mercado inmobiliario de Barcelona». Es la primera cooperativa de nueva construcción de viviendas en cesión de uso de la ciudad, en la que vive Marta Moya Casanovas, militante de la HOAC, con su familia.
El edificio, situado en Poblenou, consta de cinco plantas que albergan 20 viviendas de 50 a 75 metros cuadrados y varios espacios comunitarios como una sala con cocina, lavabo, patio y aparcamiento para bicicletas, una biblioteca, una sala de cuidados, una lavandería, además de una habitación para invitados y una terraza, donde se puede tender, además de una sala polivalente en la primera planta.
Aparte de los criterios ambientales con los que ha sido construido y su vocación comunitaria y social, se distingue de la oferta habitacional ordinaria por proponer otro modelo de acceso a la vivienda que no pasa por hipotecarse ni pagar un precio de alquiler desorbitado.
Responde al modelo de cesión de uso de propiedad colectiva, de modo que las personas socias agrupadas en cooperativa se convierten en titulares del derecho de uso a la vivienda de larga duración, a cambio de una cuota inicial, que es retornable en el caso de abandonar la cooperativa, y una cuota mensual.
Con ello se consigue acceder a una vivienda que permite el desarrollo del proyecto personal y familiar de vida vinculado al territorio, gestionado con criterios democráticos y participativos.
El proyecto arrancó en 2016, cuando un grupo de personas reunidas en torno a Sostre Cívic (Techo Cívico) resultó adjudicataria de un concurso público del Ayuntamiento de Barcelona para ceder suelo por 75 años prorrogables a 92 a viviendas cooperativas.
Descontando la cuota inicial con la que se realizan los primeros pagos de la deuda contraída por la construcción, se accede a viviendas por entre 600 y 900 euros al mes, (con las que también se va devolviendo el crédito), casi la mitad del precio normal de alquiler, pero sobre todo a un estilo de vida donde también importan las relaciones personales, la implicación en el barrio y el sentido de comunidad.
Hasta allí se trasladaron Marta Moya Casanovas y su familia en 2021, «al abrirse la oportunidad de conseguir una de las viviendas que habían quedado vacías».
Esta profesora de inglés en un centro público de educación secundaria, junto con su pareja y su hija, que ahora tiene seis años y medio, residía en un bloque de pisos de Sant Andreu, en el que habitaban militantes de la Acción Católica Obrera (ACO) y con los que se había puesto de acuerdo para ofrecer un piso a personas refugiadas o mujeres en situación de violencia.
Buscaba precisamente poder replicar esta experiencia de alojamiento social, al tiempo que participar en un proyecto cooperativo, al margen del modelo especulativo basado en la propiedad.
Cooperativistas en acompañamiento social
De hecho, La Balma ofreció a jóvenes extutelados por la Dirección General de Atención a la Infancia y la Adolescencia (DGAIA) de la Generalitat convertirse en cooperativista, con los mismos derechos y deberes que el resto, a través del apoyo de la entidad Punt de Referència, que buscó financiación para cubrir la cuota inicial, además de acompañamiento.
Moya reconoce que cuando propuso compartir una de las viviendas a jóvenes en esta situación «no todo el mundo lo veía claro», por lo que hubo que «hablar, debatir y buscar soluciones». Algo que, por otra parte, es lo habitual en el edificio para tomar las decisiones que afectan a sus residentes.
Recuerda Moya que hubo muchas reuniones solo para «decidir cómo íbamos a decidir» y, al final, se estableció un protocolo para sacar adelante las propuestas por mayoría simple, salvo en asuntos económicos, donde se exige el respaldo de dos tercios del total de votos. En caso de que en una misma unidad de convivencia haya diferentes opiniones, sus votos valen la mitad que el resto, para que «así no tengan que abstenerse», detalla.
La asamblea de vecinos y vecinas se celebra una vez al mes y en ella se abordan asuntos como abrir zonas comunes al barrio u otros colectivos sociales y evidentemente resolver los posibles «roces en la convivencia» que puedan surgir.
«Hay una comisión de convivencia, pero la verdad es que la mediación no se nos da muy muy bien», admite Moya.
«El grupo que impulsó la cooperativa ha ido cambiando y han entrado personas que llevan otro proceso diferente, tienen otras necesidades o ideas», matiza, aunque a continuación plantea que «eso es también parte de la riqueza de esta experiencia».
Organizarse y decidir en común requiere una buena organización. Existen grupos de trabajo que proponen y buscan cómo acondicionar cada espacio comunitario que luego se acomete en jornadas de trabajo comunitario y se resuelven los problemas más prácticos derivados de un edificio singular en asamblea.
Todas las vecinas y los vecinos
están ahí para lo que necesites,
sea un juguete o echarte una mano
en un momento
«Lo que más me gusta es que al final compartes la vida con gente que tiene ganas parecidas de vivir de otro modo», expresa Moya, quien valora «que todas las vecinas y los vecinos están ahí para lo que necesites, sea un juguete o echarte una mano en un momento».
«La convivencia resulta agradable, hay momentos compartidos espontáneos y para los más pequeños está muy bien, porque se buscan y se van a jugar a alguno de los espacios, sin necesidad de estar todo el rato al lado de adultos», afirma Moya.
Admite que, al principio, le costaba identificarse como cristiana ante sus vecinos y vecinas, por «miedo a ser juzgada» y para no generar «debates incómodos», poco a poco ha ido dando a conocer esta faceta personal de modo natural.
«En el fondo, estamos viviendo una experiencia comunitaria y desde mi ser creyente encuentro muchos valores compartidos con el resto», explica.
La militante de la Hermandad Obrera de Acción Católica confiesa que la vivienda de uso compartido es una opción estable relativamente asumible, al menos, más que la mayoría de las viviendas que hay en el mercado, sobre todo, «si te gusta compartir mucho la vida». •
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